Huevos de Fabergé, secreto mejor guardado de los zares

Huevos de Fabergé, secreto mejor guardado de los zares

Los huevos de Fabergé son quizás el mejor ejemplo de la riqueza, el lujo y, al mismo tiempo, los excesos y la decadencia de la dinastía Romanov (1613-1917).
El último ejemplar de esa joya salió a la luz en marzo de 1917, justo antes de la abdicación del último zar, Nicolás II, y de la llegada al poder de los bolcheviques.
Desde la abdicación de Nicolás II, esos huevos de Pascua creados por Carl Fabergé han cambiado de manos e incluso desaparecido sin dejar rastro, aunque algunas de esas obras maestras de la joyería han regresado a Rusia, justo a tiempo para el centenario de la Revolución Bolchevique.
El líder soviético Iósif Stalin contribuyó a ello, ya que en un intento de recaudar fondos y de borrar toda huella del zarismo ordenó vender 14 de ellos, algunos de los cuales fueron a parar a EEUU.
El primero (1885) y el último (1916) de los famosos huevos se encuentran en el lujoso palacio de Shuválov de San Petersburgo, destacado por acoger los bailes más frecuentados por la aristocracia zarista a principios del siglo XIX.
Ese fue el lugar elegido para la apertura, en 2013, del Museo Fabergé, que acoge nueve huevos imperiales, es decir, que fueron encargados personalmente por Alejandro III o su hijo, Nicolás II, cuando estaban en el trono.
Un valor incalculable. Esos huevos fueron adquiridos por el oligarca ruso Víctor Vekselberg, que se los compró en 2004 a la familia estadounidense Forbes.
“La colección tiene un valor incalculable. Su significado para la historia rusa es enorme”, dijo el multimillonario ruso.
Cénit y ocaso de la monarquía rusa, lo que empezó siendo un encargo de Alejandro III para su esposa, María Fiódorovna, acabó siendo una tradición admirada en todo el mundo.
Fabergé, que tardaba en torno a un año en terminar cada huevo, tenía medio millar de empleados, a los que daba total libertad para satisfacer a sus clientes. La única demanda de los zares es que cada huevo tuviera en su interior una sorpresa diferente, por lo que estas joyas son, más que nada, un desafío a la imaginación.
“La gallinita” (Kurochka) fue el primero de esos huevos hechos de oro, plata y piedras preciosas. Recubierto de oro, pero pintado de blanco para imitar la cáscara de un huevo, tiene en su interior una gallina dorada que guarda un secreto: una corona y un anillo en miniatura.
Inspirada en joyas danesas que recordaban a la zarina su infancia, el tesoro que acogían los huevos en su interior fue el secreto del éxito de los huevos de Fabergé, que se convirtió, de la noche a la mañana, en el joyero de cámara de los zares.
Nicolás II se mantuvo fiel a la tradición e incluso en vez de uno, encargó a Fabergé dos por año, uno para su madre y otro para la zarina.
Para muchos, la cumbre del arte joyero de Fabergé fue el Huevo de la Coronación, que toma su nombre de la llegada al trono Nicolás II.
El último terminado fue el huevo del abedul. El zar se lo regaló a su esposa, Alexandra Fiódorovna, en la Pascua de 1897.
Más que el propio huevo, que está coronado por un gran diamante, lo más famoso de esa pieza es su carroza de 100 milímetros -una copia de la que perteneció a Catalina la Grande y en la que los zares llegaron a la ceremonia de coronación- que incluye, incluso asientos y cojines, y una corona imperial en su parte superior.
Precisamente, quizás por su valor emocional para los zares, los bolcheviques decidieron requisarlo del Palacio de Invierno -actual Museo del Hermitage- y ponerlo a la venta.
Y, de hecho, no regresó a Rusia hasta que Vekselberg lo adquirió en Sothebys por 24 millones de dólares, según la prensa.

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