In nómine patris…

In nómine patris…

PEDRO GIL ITURBIDES
Et Filii et Spiritus Sancti. Amen. Introibo ad Altare Dei.
Mi madre, ya fallecida, se habría sentido feliz de escuchar de nuevo estas palabras. El día que, recién llegado del Canadá el padre Rafael Isidro Marcial Silva celebró por vez primera en San Miguel, mamá llegó consternada a la casa. Eran días de grandes cambios en la Iglesia, en la República, en el mundo.

Mamá anunció patética que habían asignado un cura comunista a la vetusta capilla consagrada al arcángel que salvó a Daniel por encomienda del Creador. Esa tarde habría de visitar a doña Teresita y a don Octavio para iniciar el proceso que habría de dar con la expulsión del curita nuevo.

Qué habló con los padres del Arzobispo Coadjutor de la Arquidiócesis de Santo Domingo, no lo sé. No la acompañé ese día al Callejón de los Curas, de manera que no podría contarles esa parte de la historia. Pero el hijo de doña Teresita y don Octavio debe haber tratado de inculcarle algunas ideas sobre los cambios conciliares. Porque a partir de ese día comenzó, desesperada, a mudar de templo. Primero se acogió a los franciscanos capuchinos que en el templo consagrado a María de las Mercedes la recibieron a tamborazo limpio.

Aquello acabó con su paciencia. Pero no volvió a hablar de sentarse en la mecedora de doña Teresita, por cuanto me sospecho del intento de Monseñor de convencerla de que nuevos aires vibraban en la Iglesia. Quedó en el otro templo cercano, también consagrado a la Virgen, pero bajo la advocación de la Altagracia. Aquí se encontraban dos o tres curas revolucionarios como los padres Tomás Cabello o Ángel Sanz. Pero también, en esa congregación claretiana, refulgía un santo como el padre José María Vila. Y por encima de ellos, un redomado conservador como el padre Ángel Abad.

Aquí todavía celebrábase con armonio, y dependiendo de cuál de los Ángeles oficiaba, el aparato rememoraba más o menos los cantos gregorianos o los cambios conciliares. El padre Sanz era el bulloso del grupo, y le pagaba a Antonio mi hermano para que modificase tonalidades y volumen del armonio, que años antes había regalado Rafael L. Trujillo al templo. Cuando el padre Abad llegaba desde la casa que ocupaban los claretianos, frente a la Iglesia, probaba el armonio. Sabía lo que había ocurrido, y llamaba a Antonio para que le «arreglara» el magnífico instrumento. Pero además, le prohibía recomponer el sonido.

Antonio, sin embargo, no le hacía caso, pues muchacho travieso, a ambos cobraba los servicios técnicos que les prestaba. Pero ¡aquí nos quedamos! Desde un tiempo antes formaba parte del triángulo de consuelo y esperanzas levantado por la familia. En la Altagracia, que nunca poseyó muchas imágenes, los cambios conciliares fueron poco notorios. De manera que mamá se acotejó a sus celebraciones, en donde, además, habíamos gozado los sermones del padre Cabello, llenos de sátiras y puyas al régimen.

El padre Abad celebraba medio en latín, medio en español. Su tocayo, el padre Sanz, un adelantado para su época, que abrevó en Vaticano II antes de que se conocieran sus documentos, andaba sin sotana desde tiempo antes, y celebraba en español. Fue, por cierto, de los que, como sostuvo Karl Rahner, se confundió en el torbellino de los cambios. Trasladado a Puerto Rico años más tarde, creo haber escuchado a Alcibíades Rodríguez decirme que había ahorcado los hábitos.

Pero a mamá le gustaban sus misas en latín. No entendía ni jota, pero tenía la firme convicción de que era la lengua más entendible para el Señor. De manera que el decreto de Benedicto XVI habría sido celebrado por ella. De todos modos, sus hijos y otros parientes estamos a un mes y una semana de recordar el sexto aniversario de su partida hacia los brazos del Creador. Y no dudemos, cuando el cura diga aquí entre los vivos Ite, Missa est, ella responderá en el cielo Deo gratias.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas