Incienso en la Cámara

Incienso en la Cámara

Volver a las disquisiciones inútiles, al exhibicionismo dramático de argumentos ajenos al derecho. El agobiante ejercicio de mezclar credo y norma, confundir la penitencia que el confesor manda, con la sanción que el tribunal dispone.
La transformación del código penal dominicano se discute desde el año 2000. El presidente Leonel Fernández observó el proyecto en el año 2004 y el vaivén continuó. Diez años después, el presidente Medina Sánchez consideró que en el artículo 107 del código, existe una ausencia palpable de precisión porque “no indica aquellas situaciones excepcionales que ponen en juego derechos fundamentales de mujeres embarazadas, como lo constituyen el derecho a la vida y la salud, el derecho de su integridad humana, síquica y moral, que constituirían auténticas situaciones eximentes de responsabilidad penal”.
La observación del presidente es cónsona con el artículo 42 de la Constitución de la República que además obliga al Estado a proteger a las personas en caso de amenaza o riesgo de la integridad garantizada. La decisión auguraba sensatez, preparaba el camino del respeto y la vigencia de la ley. Reconocía el derecho a optar, que debe tener cualquier mujer, por la continuidad o supresión del embarazo, en casos establecidos de manera taxativa. Comenzó la comprensión y el desmonte de aquella especie maleva que confunde opción con orden de abortar. Como si la consigna fuera “mujeres aborten”, cuando nadie, jamás, ha planteado tal desaguisado. De algún modo, la marea se tranquilizó. De repente, dos años después, una tromba divina e inesperada, pretende arrasar, con furia de dios tonante, acuerdos y distorsionar conceptos. El alboroto con incienso y jaculatorias, con extorsión vicaria, provoca volver al esoterismo y al disparate. Retomar la manipulación de embriones, recordar aquellas imágenes encima de las curules, colocadas por manos fervorosas, de fetos dolientes e inermes, inhabilitados para combatir a la gestante asesina. Es la mentira de la piedad y del amor a la vida, la permanencia descarada del abuso, de la execrable intromisión en la vida de otras, con deleznable e improcedente estilo inquisitorial. Es el menjunje de infanticidio con supresión de embarazo, para encandilar. Volver a la obscenidad de convertir una situación de fuerza mayor en frivolidad y pecado, para azuzar prejuicios e infundir miedo. Temor de paranoide porque la realidad, las mediciones, demuestran que una cosa ha sido el púlpito y otra el pálpito ciudadano.
Es volver a rebuscar el alma, su ubicación en los conductos seminales y en los óvulos. Volver a los derechos del cigoto y encontrar su lugar en el limbo o en el paraíso, aunque no exista reserva hereditaria para la multiplicación de las células y la maldad laica de la ley, disponga la necesidad de nacer vivo y viable para ser persona. Más que desempolvar disputas, volver con el rifirrafe y las monsergas, acerca de la vida y su empiece, el reto debe ser develar el misterio. Indagar porqué ha ocurrido esto. Porqué la obsecuencia, si morados, azules, blancos, rojos, verdes, ganaron sin tener que apretar cilicios ni flagelarse.
Mientras sucede el alarde misericordioso, el patético colofón de esta añagaza es la continuidad de la muerte. Mientras el rebuzne de la intolerancia busca eco, las mujeres seguirán muriendo víctimas de chapuceros y clandestinos procedimientos.
El amén de los legisladores ha convertido al código penal en un artículo y sus párrafos. Nada más interesa a los congresistas ni a las jerarquías eclesiásticas. Tan grave desinterés por el conjunto, permitirá la aprobación de prescripciones incompatibles con nuestra realidad penal, como las demenciales penas de 40 y 60 años.
Impedir la opción de suprimir un embarazo, producto de una violación, incesto o por malformaciones del embrión, incompatible con la vida, clínicamente comprobada, además de contravenir derechos fundamentales es un acto de barbarie. Se impone descubrir cuál fue la intimidación o la promesa, que produjo la abstrusa e innoble votación de los diputados. El humo del incienso, a veces, impide ver el cáliz, aunque esté.

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