La censura

La censura

La historia de la censura muestra que las ideas son irreprimibles. Que todo intento de impedir su difusión es arbitrario y desprovisto de sentido. Los gobiernos se atribuyen el derecho de prohibir sin tomar en cuenta la ilegalidad de sus medidas.

Cuando en 1993 el hoy Ministerio de Educación de República Dominicana desconoció el veredicto del jurado del Concurso Nacional de Novela y se negó a conceder el premio a la obra de Viriato Sención, Los que falsificaron la firma de Dios, no hubo censura, hubo desacato a la decisión del jurado. Censura implica interdicción y la novela de Sención, con la desacertada actitud del Gobierno de la época, alcanzó, al margen de su calidad, niveles de venta considerables. Pero Sención sabía que luego de tan absurda decisión, esa novela que se vendía como pan caliente ponía en peligro su vida. Un año después, en 1994, el profesor Narciso González desapareció luego de haber publicado en un periódico de poca circulación un artículo contra el entonces presidente de la República que era el tema principal de la obra de Sención.

Ahora bien, cuando la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía (CNEPR), prohibió durante unos días en 1970 la película Z de Costa-Gavras, La guerra de Argel, de Guillo Pontecorvo y, unos años más tarde, en 1988, La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, sí hubo censura en el sentido tradicional del concepto. Lo mismo cuando la CNEPR se divierte prohibiendo, con el argumento de ultraje a la moral y a las buenas costumbres, una serie de merengues dominicanos y vídeoclips de artistas internacionales, tenemos la impresión de que los tiempos no han cambiado y que la censura, un poco más sutil que en otra época no muy lejana, sigue impasiblemente su camino.
La censura se caracteriza por arbitraria. No hay derecho alguno para coartar la libre expresión en el dominio de las ideas. Los argumentos para aplicarla no se justifican ni se sostienen.
El novelista francés Benjamin Constant define la censura como la “violación insolente de nuestros derechos, sometimiento de la parte ilustrada de la nación a su parte vil y estúpida, gobierno de mudos en provecho de los visires”. Y es cierto, la censura es un asunto de Estado, de poder. En la Antigua Grecia no se aplicaba como institución, pero el Areópago condenó a la hoguera las obras de Protágoras porque ponían en dudas la existencia de los dioses. Siglos después, la Unión Soviética prohibía las obras que admitían la existencia de lo sobrenatural.
Pero la censura, como institución, existía mucho antes de la invención de la imprenta. La Iglesia católica había hecho quemar numerosos manuscritos considerados contrarios a la religión y a sus principios. Con la imprenta, las ideas se hacían, a juicio de los censores, más peligrosas. Se establecieron entonces múltiples medios para impedir la propagación de nuevos pensamientos. El Vaticano, por ejemplo, estableció un “índice” para obras que, por su contenido, no podían ser publicadas ni difundidas. Suerte de censura a priori, que, sin juicio alguno, les condenaba.
La monarquía instauró lo que se llamó el “privilegio del rey”, una práctica que luego se convirtió en una formalidad, pero que no dejaba de ser una manera de censurar. En países como Francia, por ejemplo, el privilegio se burlaba publicando las obras en otros países que no estuvieran bajo la jurisdicción del monarca. Sin embargo, en la Biblioteca Real se estableció un lugar llamado “El infierno”, en donde se colocaban las obras que, sin estar prohibidas, no se prestaban ni se difundían.
Luego, con el tiempo y la ineficiencia de los medios para aplicar la censura, se estableció lo que hoy se conoce como el depósito legal. Censura a posteriori, pues una vez depositada la obra en el Ministerio de Interior, el Gobierno se podía arrogar el derecho de recogerla y/o destruirla. Con el tiempo esa práctica se ha convertido en una manera de conservar las obras publicadas, si se cumpliera con la ley.
La libertad de expresión, como derecho, aparece por primera vez en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en 1789: “La libre comunicación de las ideas y de las opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre, todo ciudadano puede pues hablar, escribir e imprimir libremente, salvo si debe responder del abuso de esa libertad en los casos determinados por la ley”.
Sin embargo, por medio de múltiples artificios, el Estado puede legislar previendo interdicciones que de una forma u otra establece lo que se llamaría una censura legal. Los regímenes totalitarios, como el nazismo, los países llamados comunistas, los gobiernos como el de Trujillo en República Dominicana, Franco en España o Pinochet en Chile, hicieron de la censura una práctica que no se limitaba únicamente a prohibir una obra, sino a perseguir a su autor, apresarlo y hasta asesinarlo.
No solo las dictaduras censuran. Los gobiernos llamados democráticos lo hacen de manera muy sutil. Como no hay un medio determinado para la difusión de las ideas, el Estado crea sus propios mecanismos. Sutil porque no prohíbe, pero “le corta el agua y la luz” a los autores que se oponen a su política.
Hoy día, a pesar de la tradicional persecución a la obra impresa, la censura se concentra principalmente en los medios de mayor difusión de ideas: la radio, la televisión y el cine. Cuando se trata de la moral pública la censura pasa desapercibida y no se percibe tanto como la que se basa en criterios ideológicos y políticos. Pero es censura. Con la nueva, novedosa y eficaz Internet, si no se le prohíbe, como en Afganistán en la época de los talibanes, la censura es impotente.
La historia de la censura muestra que las ideas son irreprimibles. Que todo intento de impedir su difusión es arbitrario y desprovisto de sentido. Los gobiernos se atribuyen el derecho de prohibir sin tomar en cuenta la ilegalidad de sus medidas. Se prohíben de manera sumaria ideas que ni siquiera atentan contra la abstracta “seguridad del Estado”.
Si la censura aparentemente ha desaparecido del discurso político en los países llamados democráticos, no sucede lo mismo en el mundo del arte y la cultura. Los creadores piensan que la pueden burlar tratando de no agredir el statu quo sin darse cuenta de que se autocensuran.

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