Entre una Junta Central Electoral que a todo reaccione con equidistancia y frialdad, como si le diera lo mismo la sal que el dulce, y otra -como la presente- con algunos integrantes que asumen niveles de exigencia y actitudes de beligerancia frente a las arrogancias partidarias, habría que preferir lo segundo.
Además, con el doctor Julio César Castaños Guzmán, presidente, y otros honorables miembros con tendencia al estoicismo, basta.
La historia enseña que la reelección no suele buscarse a partir de la modestia y la debilidad. Ni siquiera con aceptable sentido de respeto a las reglas del juego. La prolongación en el poder se ha pretendido siempre con alforjas llenas, pasión al galope y energía y uso de recursos suficientes para llevarse a cualquiera por delante.
¿Qué ocurriría si desde el Supremo Tribunal, correcto, decente y probo, no emergiera de súbito alguna voz con disposición de querer agarrar al gobierno por el cuello para que no siga de manirroto al servicio de sí mismo en el campo electoral?
La Junta, probablemente estaría encogida por los acontecimientos si en su seno no hubiera capacidad para reaccionar, casi en el mismo momento de recibirlos, contra los argumentos de justificación de sus hechos con que acuden a veces los políticos ante ella.
El proceso sí que estaría en peligro si todos los contendientes, incluso aquellos que participan con las ventajas que da estar arriba, se mostraran complacidos, y hasta vivamente entusiasmados, con el desempeño integral de la Junta.
Ese sería el marco de ecuanimidad y de formalidad en los procedimientos, que la gente desbordada necesita para poder pasar sin arrugas.