La conciencia de la muerte… del otro!

La conciencia de la muerte… del otro!

La muerte anda siempre pisándonos a todos los talones. Es una presencia real, demasiado real, concreta, perceptible.  Más que eso: es lo único verdaderamente real. Pero mientras no se la ve cara a cara, en el rostro ajeno, o se la vislumbra en el propio, no se puede tener de ella noción alguna. La experiencia del temor a la muerte y la de la muerte de los otros es una experiencia única y reveladora, que se produce en un momento también único y revelador. Pocas cosas favorecen tanto el despertar de la conciencia adormecida.

 Hasta mí llegan noticias de muertes que me tocan de cerca. Y una vez más constato lo impredecible y lo irremediable.  Y me asombran las tantas formas de morir que existen (¿serán infinitas?) y cómo la muerte echa mano de su amplio catálogo de causas y modalidades. Un familiar muere tras una larga lucha contra una enfermedad irreversible; alguien conocido es brutalmente asesinado; otro cae fulminado como por un rayo directo al corazón.  Los dos primeros sufren mucho; el último, apenas.  Muerte con agonía, muerte violenta, muerte fulminante y repentina…Las formas de morir son distintas, pero igualmente atroces y escandalosas.  

Alguien ha muerto a destiempo (pero, ¿qué es, al fin y al cabo, morir a destiempo?, ¿acaso se muere también a tiempo?). Ese hecho no deja de tener algo de escándalo moral. ¿Por qué tiene que morir alguien sin haber cumplido siquiera los treinta años?  En vano trato de buscar entre mis lecturas y mis estudios una explicación racional al hecho. Ni aquellas ni éstos me pueden ofrecer una respuesta definitiva y convincente.  Entonces confirmo que no me equivoqué al haber elegido estudiar filosofía en lugar de alguna otra carrera de más perspectiva o lucrativa: ella me ha ayudado a vivir y a soportar lo trágico de la existencia. 

Uno quisiera vivir embriagado de vida y no pensar jamás en la muerte. Uno debiera emborracharse de entusiasmo y vitalidad, de pasión y alegría de vivir, y olvidarse de que aquella siempre acecha.  Pero resulta imposible.  La experiencia de la vida es brutal, porque nos va despojando, una a una y sin compasión, de todas las ilusiones de la juventud, como aquella de creernos y sentirnos inmortales.

Cuando tenía veinte años no pensaba en la muerte.  Sabía que existía, pero la sentía lejana.  A ratos me creía eterno.  Era joven y tenía una vida entera por delante.  Podía malgastar el tiempo porque me sobraba.  A fin de cuentas, los que se morían eran los otros.  La muerte era algo que les sucedía siempre a los demás, jamás a mí. Ella pasaba de largo y apenas me rozaba cuando algún amigo o compañero de estudios fallecía a destiempo.  Pero hoy ya no soy tan joven como ayer. He vivido casi medio siglo y la vida se ha encargado de volverme lo bastante sensato para saber que la muerte es una presencia insondable, que está ahí, siempre ahí, acechando agazapada, tramposa y certera.  Caronte, el barquero infernal, aguarda.  No lleva prisa, se toma su tiempo (tiene todo el tiempo del mundo), pero al final cumple lo suyo. 

La muerte del otro es siempre un hecho doloroso por lo que tiene de irremediable, pero también de premonitorio. La vida y la muerte son cosas intransferibles. “No vivas mi vida si no vas a sufrir mi muerte”, solía decirle don Arturo Olivero, el padre de mi amigo Reynaldo, a los entrometidos. Lamentamos y lloramos amargamente la muerte de un ser querido, de una persona amiga o conocida. Pero lo que lamentamos y lloramos es también nuestra próxima desaparición. En esto, como en todo, actuamos movidos por sentimientos puramente egoístas.

No lo sentimos tanto por el otro en sí, que ha muerto para siempre, sino por nosotros mismos, que también vamos a morir. Pues no se siente la muerte en sí, sino en mí, en ti. La suerte corrida por el otro nos muestra la suerte que también habremos de correr. El fin de la vida de los demás nos anuncia a cada momento que quizá pronto seremos nosotros los próximos y que nada, absolutamente nada podemos hacer contra este imparable correr hacia la muerte.  “Todo lo que yo sé es que debo morir pronto; pero lo que más ignoro es precisamente esa muerte que no sabré evitar”, escribe  Pascal.+

La solidaridad ante la desgracia ajena puede ser sincera, no lo niego, pero también suele ser una simple máscara que oculta nuestro propio desconcierto. El ser humano apenas mira nada con ojos de desprendimiento y desinterés: casi  todo lo mira en función de su yo, casi todo lo refiere a su vida personal. Nos identificamos con el dolor ajeno porque en él adivinamos nuestro propio dolor. Es mi propia muerte la que estoy viendo en el cadáver velado del otro. Con cada muerte a nuestro alrededor vamos desfalleciendo; con el otro, muere también un poco de nosotros mismos.

Si, después de todo, hay algo benéfico en la muerte del otro es la ocasión única que nos brinda de repensar nuestras vidas. La muerte obliga a revisar todos los presupuestos en que descansa la vida que vivimos. Ante su realidad desnuda todo queda suspendido: ella es la puesta en cuestión última de todas las cosas. “Nuestra muerte ilumina nuestra vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida (…) Hay que morir como se vive”, reflexiona Paz.  Y  Blanchot sugiere: “Se muere, pero se muere mal porque se ha vivido mal”.

Escándalo mayor en el centro mismo de nuestra conciencia moral, la muerte  no deja de ser ese hecho tan natural que nos pasa a todos, el más natural de todos. Sabemos que vamos a morir. Más aún: que tenemos que morir. Y, sin embargo, nos negamos a morir. Y no sabemos sacar las consecuencias de esa verdad suprema. Un día, todos moriremos: yo, que escribo estas torpes líneas, y el lector, que las lee, y los no lectores, que jamás las leerán.  El problema  no es la muerte, sino la vida: cómo vivimos, cómo debemos vivir. Y casi nunca sabemos vivir, o vivimos mal, o vivimos sólo al día, o planificando demasiado el futuro, como si fuésemos a vivir eternamente, como si nunca hubiésemos de morir.

Hay quienes no quieren, o no pueden, asumir el fracaso como parte de la vida de todos, pues les es insoportable imaginarse a sí mismos en un mundo de fracasados.  Hay quienes sufren una situación intolerable para la  que no se hallan preparados. No pueden comprender que la vida tiene más de una salida y que sus reveses se deben soportar estoicamente, con fortaleza, con cierta serena indiferencia.

Frente a ese escándalo mayúsculo que es la muerte siempre he admirado la actitud digna y superior que muestra el verdadero cristiano. Para éste, aunque dolorosa, la muerte en verdad no existe: es sólo un tránsito a la otra vida, un puente hacia la eternidad.  El se aferra a esta fe y ella le basta y le sobra y le sostiene para enfrentar los embates de la vida y la muerte.  Si Cristo ha vencido la muerte, como proclaman las Escrituras, nosotros, por la fe en Él, podemos también vencerla.  Por eso, no hay nada que temer. 

Esta es la dignidad y la superioridad del cristiano sobre los demás hombres, creyentes o incrédulos. El hombre no es un ser-para-la-muerte, sino para la Resurrección. La muerte no es, pues, acabamiento, aniquilamiento final, como temía Unamuno, ni tampoco triunfo definitivo de la especie sobre el individuo, como pensaba Marx, sino tránsito, puente, paso necesario a la vida eterna.  Esta fe inconmovible lo enfrenta todo, lo soporta todo, lo supera todo, incluso el hecho escandaloso de morir: “Todo lo puedo en aquel que me fortalece” (Filipenses 4:13).

Pienso en seres que han muerto, en tristes destinos, en la corta duración de vidas que se pierden, en malogrados planes para el futuro y sueños de retornar a la isla, que se hunden para siempre en el absurdo y la nada.  Pienso en esas muertes tan cercanas,  como la de mi padre, y siento que de algún modo ellas iluminan mi vida única, irrepetible.

Hace algunos años alguien cercano a mí agonizaba lentamente en una clínica. Le visitaba todas las tardes, a la salida del trabajo, le hablaba y le daba ánimo.  Veía su cuerpo enfermo, minado por una enfermedad mortal, le veía retorcerse y moverse inquieto de un lado a otro de la cama buscando acomodarse, y le oía quejarse con débil voz.  Se movía y se quejaba, abría y cerraba los ojos, y luego se rendía al sueño.  Yo sabía que pronto iba a morir, que ya estaba desahuciado y que allí, enfrentado a las frágiles esperanzas de la familia, sólo dilataba su agonía.  Le quería y le debía mucho.

Le miraba sin poder ayudarle y me aferraba a un hilillo de esperanza mientras tuviese un soplo de vida.  Pero él se estaba muriendo y lo sabía. Era su fin. Entonces comprendí que el único soporte de aquella esperanza mía era el amor, mi amor por él, mi cariño por un ser entrañable a quien debo más de lo que siempre creí y que jamás volveré a ver en esta vida. 

Yo contemplaba al tío Nengo con dolor, triste y conmovido, y, al hacerlo, me contemplaba a mí mismo, y su agonía era mi futura agonía, y su morir preludiaba mi morir, porque la muerte del otro es señal inequívoca de la propia.  Y su muerte fue para mí como un atisbo de Dios. 

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