La deriva íntima

La deriva íntima

No existe ser humano que burle la sentencia de su conciencia cuando sabe de sus inconductas. Aunque simule posturas, pretenda esquivar a terceros y se desdibuje, en lo más profundo se levanta el índice acusador pasándole juicio a esa carga de desbordamientos como retrato de su zozobra interna.
Podrías alcanzar todo el oropel y patrimonio excesivo, pero la exhibición traduce vacíos existenciales que jamás se llenan. Y en la sociedad se anda gestando un proceso interesante tendente a colocar en las barras del tribunal ciudadano todos los exponentes del régimen de falsedades que invierte valores pretendiendo a golpes de complicidad elevar a categoría de respetabilidad a genuinos productos dañados.
Cuando se revelan acusaciones de figuras públicas amparadas en la protección oficial que incurren en violaciones a menores, los programas rigurosos de investigación colocan en pantalla la acumulación indecente de empleados del Consejo Estatal del Azúcar (CEA), no termina de llegar hasta el fondo el dinero distribuido en la compra de los aviones Tucanos, una mayoría considera que en el caso Odebrecht faltan encartados y en Los Tres Brazos existe “un cuarto” que su condición de Ministro lo protege del alcance de la justicia, la gente construye en el silencio de su conciencia una rabia privada terrible.
La suma del desgano y su carácter generalizado ha ido edificando las bases de un malestar que no es bueno. Inclusive, en la medida que el ojo público siga percibiendo a sus élites partidarias como la fuente y causa del estado de descomposición, el ambiente toma una dirección preocupante. Y lo que no terminamos en darnos cuenta es que, nuestras incapacidades, en ponerle punto final al proceso de deterioro social allana el camino para perturbaciones indeseadas. Aquí, cada uno anda en lo suyo, y no se percibe la estructura en capacidad de repensarnos como sociedad y articular las líneas generales del país institucional, decente y apto para la mayoría.
En una nación donde la política es el mecanismo ideal para ascender socialmente, sin detenernos en credenciales académicas, vocación de servicio y destrezas para el justo desempeño, lanzamos una señal mala. De paso, en la medida que la labor del periodista se prostituye colocando la información al servicio del que paga sin importar la verdad, invertimos un valor esencial como la deformación de la verdad. En ese orden, cuando el sueldo de los militares no se corresponde con sus estilos de vidas, inducimos a que el resto le pierda el respeto y reproduzca sus manías. Y allá, en la dureza del barrio, los jóvenes no sienten encanto por el de los suyos que, a fuerza de sacrificio, estudia y trabaja sino que se deleitan por calcar el modelo del hacedor de diabluras que consigue los recursos de manera ilegal y se torna “exitoso” en el terreno de las conquistas y adquiere la ropa de lujo.
Toda ese vendaval de señales equivocadas respecto de “valores” edificados en la sociedad conducen la deriva íntima de gente de todos los sectores de la pirámide social que cada día se preguntan sobre el camino correcto y las razones porque resistirse a inconductas, cuestionadas en el ordenamiento moral, pero excesivamente consentidas por los amplísimos niveles de complicidad prevalecientes. Es una lucha silenciosa que deberá comenzar en el hogar, y el insistente cuestionamiento de los hijos educados con parámetros diferentes a los que se les hace cuesta arriba no asociar el sentido del triunfo al dinero, sin importar la forma de conseguirlo.
En los grandes centros comerciales, detrás de cada spot de televisión, en el acceso al crédito, viajes al exterior y políticos inescrupulosos existe una noción de “éxito” distorsionado que lo detiene el hogar, sus valores y ejemplo de vida del entorno familiar.

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