Por unos 388 kilómetros, desde Monte Cristi a Pedernales, se trazó la línea fronteriza en 1929 para reconocerle a Haití la apropiación de cuatro mil kilómetros cuadrados, que hasta a un Papa lo involucraron en ese diferendo territorial, hasta que el 21 de enero de 1929 los dominicanos desistieron de sus legítimos reclamos.
Los presidentes isleños, Horacio Vázquez y Bornó, firmaron ese acuerdo de delimitación de límites fronterizos y arbitraje, y una comisión mixta inició la ardua tarea de señalar en el terreno esa línea divisoria con el uso de unos hitos o padrones cada mil metros, delimitando esa línea en donde se ubicó, y luego se inició su construcción, la carretera internacional de unos 47 kilómetros desde el río Libón en Restauración hasta Pedro Santana. Desde esa población, el río Artibonito señalaba la división de los dos Estados cerca de Bánica.
Fue el 14 de abril de 1936 cuando Rafael Trujillo como presidente dominicano, y Stenio Vincent como el haitiano, ratificaron el tratado de fronteras de 1929 y entonces se comenzó la construcción de la carretera, varios puentes, alcantarillas metálicas y el fuerte de Cachimán. De esa forma se sepultaron para siempre los sueños de recuperar las tierras que habían sido dominicanas, y que los haitianos desde 1822 y con sus derrotas militares a cuesta y como parte de un plan muy inteligente, se consolidaron en los territorios dominicanos abandonados.
Para siempre el país perdió los derechos de cuatro mil kilómetros cuadrados donde están ubicadas poblaciones como Las Caobas, Hincha, San Rafael y San Miguel de la Atalaya. Después de un largo proceso de ocupación desde 1822 y derrotas militares, pareciera, a estas alturas del tiempo, que el objetivo haitiano era ampliar su espacio territorial de tan solo 23 mil kilómetros cuadrados y apoderarse de la rica región que baña el río Artibonito, en donde ahora está ubicada la presa de Peligro.
O sea que la una e indivisible, pregonada por décadas, era quizás una cortina de humo para asegurarse no solo esos cuatro mil kilómetros, sino seguir avanzando en épocas en que la influencia haitiana llegó por el sur hasta Azua y por el norte hasta Santiago.. El dictador Rafael Trujillo, por la Ley 319 del 19 de julio de 1943, dominicanizó cientos de nombres haitianos que existían en ese momento para designar poblaciones, parajes, ríos, valles, y tan lejos de la frontera como Gaspar Hernández, Cruz que era Gen, también en Jánico, Vidal Pichardo por Sui, en San Cristóbal, Dubeau por Mañanguí y Juan Barón por Ñagá.
Desde 1861 hasta 1929, todos los mapas de la isla confeccionados por dominicanos señalaban los territorios ocupados por los haitianos como sombreados hasta el tratado del 21 de enero de 1929, y con esa frontera después que el tratado fuera ratificado, aumentaron los trabajos de dominicanización de la frontera.
Hasta la muerte de Trujillo, la región fronteriza se consideraba como un lugar de castigo para militares y civiles, que el gobierno de turno los mandaba a trabajar a la zona, pese a todos los proyectos que estaban en marcha, pero luego ocurrió la desolación dominicana, abandonando la zona que fue ocupada pacíficamente por familias haitianas y hacen lo que hacían en su territorio para despojar a la tierra de su vegetación, notándose el contraste entre la exuberancia de los bosques de pino de la Sierra de Bahoruco con la continuación de los suelos yermos al lado occidental de esa sierra.
La frontera dejó de ser lugar de castigo para convertirse a partir de 1980 en el lugar de negocio más rentable de la isla, cuando la corrupción se entronizó en ambos países y la porosidad de la frontera, a medida que avanzaba el desarrollo dominicano, se fue convirtiendo en un atractivo para encontrar trabajo y tránsito imparable de haitianos y de mercancías. Pese a que se anuncian detenciones de más 40 mil ilegales occidentales que son devueltos, revela la gravedad del asunto que desborda la capacidad dominicana a la hora que sea necesario iniciar las repatriaciones de los ilegales, cuya logística para cualquier mente sensata es abrumadora, frente al hecho de que el país no tiene recursos de ningún tipo para tal tarea, y al mismo tiempo, enfrentar la realidad de una frontera inexistente.