La justicia no es guerra, obispo Masalles

La justicia no es guerra, obispo Masalles

Era difícil predecir hace 50 años que un golpe mortal al poder masculino lo daría las aberraciones sexuales de hombres que hoy aparecen destronados por ser acosadores.
Caen empresarios, políticos, deportistas, curas, pastores, periodistas… Y quien dependa para el éxito de la aprobación del público, es sometido a mayor escrutinio. Hoy, mucha gente tiene más educación y más conciencia de abusos que, en el pasado, se ocultaban por el poder temible de los hombres.
Ampliar la participación de las mujeres en distintas esferas de la vida ha conllevado muchos esfuerzos, ha sido un largo trajín con avances y retrocesos, y quedan muchas tareas pendientes.
Se ha logrado abrir las puertas del sistema educativo a las niñas y las jóvenes. Hay pruebas de éxito irrefutables. No son más brutas ni más flojas que los varones. Por el contrario, ante el desafío de dar testimonio de capacidad, las hembras encabezan las notas y los premios educativos. Pero al día de hoy, las principales instituciones educativas (pensemos por ejemplo en las universidades), siguen encabezadas fundamentalmente por hombres.
Se ha logrado abrir puertas al mercado laboral, pero las mujeres siguen segregadas en trabajos de menores salarios y bajo prestigio. Con algunas excepciones de mujeres que provienen de familias empresarias, el mundo corporativo está dominado por hombres.
Las iglesias están repletas de mujeres, pero las jerarquías eclesiales son masculinas. En algunas religiones, como la católica y el islam, está incluso vedado el acceso de las mujeres a las posiciones claves. El dominio de los hombres es exclusivo y absoluto, y no escatiman esfuerzos en mantener las mujeres abajo. Las castas masculinas religiosas son milenarias, y sus discursos y rituales apuntan a mantener ese poder como divinidad intocable, aún en medio de las olas democratizadoras.
En la política, el poder masculino ha sido prácticamente hereditario. La resistencia al ingreso de las mujeres se ha manifestado en los partidos y en el Estado. Denigrar o ridiculizar la participación de las mujeres es gaje cotidiano, excluirlas da el mismo resultado. En las altas esferas del Gobierno, las mujeres brillan por su limitada presencia.
En la vida familiar, los hombres han sido batuta y constitución, aunque desaparecen cuando no quieren cumplir con sus obligaciones. Ahí despojan y abandonan. Enfrentadas con la maternidad, las mujeres se constituyen por necesidad en “madressolteras”. No porque quieran, sino, porque para muchos hombres, el costo de mantener un hogar es mayor que el de abandonarlo. Y esa mujer, la que supuestamente no sirve para ser jefa de empresa, ni de iglesia, ni de partido, ni de un país, tiene que hacerse jefa de familia para atender los hijos que abandonan los hombres.
Estas estructuras de dominación masculina se han cuestionado hasta la saciedad durante los últimos 50 años, pero los hombres han desafiado todos los cuestionamientos. Se resisten a perder poder; y las religiones llevan la bandera.
Decirlo y actuar para terminar con estas injusticias no es defender a las mujeres para provocar más guerra. ¡No, obispo Víctor Masalles! La guerra es vieja; la ha provocado el poder omnipotente y absolutista de los hombres, ese poder que nunca ha molestado a los hombres.
Antes, el tema no hacía ruido, no había oídos listos para escucharlo. Ahora hace ruido porque las mujeres están más dispuestas a enfrentar los abusos, porque los hombres se resisten de mil maneras a perder poder, y porque a diario se develan las aberraciones machistas con acoso sexual, violaciones y feminicidios.
La búsqueda de justicia no es guerra, la injusticia sí.

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