La lucha por el reconocimiento

La lucha por el reconocimiento

De todas las teorías avanzadas hasta ahora sobre el triunfo de Donald Trump –Trump como paradigma de la política como espectáculo, la hipótesis Polanyi, etc.- hay una que, sin duda, es la que ha alcanzado mayor legitimidad, principalmente entre los círculos académicos: es la que propone que el magnate newyorkino ganó sencillamente porque la gente está harta de la “política de identidad”.
Quien mejor ha expuesto esta tesis es Mark Lilla. Lilla -un destacado ensayista e historiador de las ideas políticas, profesor en la Universidad de Columbia, habitual colaborador de la prensa escrita, y autor de varias obras, entre ellas la más conocida, “Pensadores temerarios: los intelectuales en la política”- ha puesto el dedo en la llaga de más de medio Estados Unidos -imprevistamente derrotado por un Trump al que pocas encuestas, por no decir ninguna, daba como ganador- al señalar que Clinton perdió porque: (i) el pueblo estadounidense está cansado de la “retórica de la diversidad”, (ii) la “era del liberalismo de identidad” llegó a su fin, y (iii) la política electoral no se basa en los derechos de las mujeres, los afroamericanos, los latinos y los miembros de la comunidad LGBT, o sea, en la “diferencia”, sino que más bien y sobre todo se funda en la “commonality”, que, traducido al español, viene a ser lo que es común a las personas, en su homogeneidad o generalidad, en lo que los une, no en lo que los separa (“The End of Identity Liberalism”, The New York Times, 18 de noviembre de 2016).
Lo que expone Lilla no es nuevo. Como bien señala Hinde Pomeraniec, ya en 1998, en su libro “Forjar nuestro país”, el filósofo estadounidense Richard Rorty, predecía lo que es precisamente el ambiente pre y post triunfo de Trump, es decir, el desencanto estructural de la clase blanca trabajadora y el rechazo a los valores de tolerancia e igualdad y hasta anticipaba el irrespeto hacia las mujeres y las minorías que ha vuelto a poner de moda Trump (“La ceguera de la izquierda”, La Nación, 21 de noviembre). Dice Rorty que “miembros de sindicatos y trabajadores no calificados y no organizados se darán cuenta tarde o temprano de que su gobierno ni siquiera intenta evitar el hundimiento de los salarios o la exportación de los puestos de trabajo. Más o menos al mismo tiempo comprenderán que los oficinistas suburbanos no van a permitir que les impongan impuestos para dar beneficios sociales a otros. Llegado este punto, algo va a romperse. El electorado no suburbano decidirá que el sistema ha fracasado y comenzará a buscar un hombre fuerte a quien votar -alguien dispuesto a asegurarles que, una vez elegido, ya no serán los burócratas engreídos, los abogados tramposos, los vendedores de bonos de salarios excesivos y los profesores posmodernos quienes tomen las decisiones. (…) Lo que es muy probable es que las conquistas obtenidas en el pasado por parte de los norteamericanos negros y castaños, así como por los homosexuales, serán liquidadas. El desprecio jocoso hacia las mujeres volverá a ponerse de moda. Las palabras nigger (insulto contra los negros) y kike (insulto contra los judíos) volverán a escucharse en el trabajo. Todo el sadismo que la izquierda académica ha intentado volver inaceptable para sus estudiantes retornará en cascada. Todo el resentimiento que los norteamericanos pobremente educados sienten hacia los graduados universitarios que les dicen cómo comportarse encontrará una válvula de escape”.
Pero… ¿es cierto que Clinton perdió porque la política de identidad y diferencia se agotó? En verdad, el triunfo de Trump se debió a un conjunto de factores: una candidata que no representaba el cambio sino el status quo, un candidato carismático como Trump frente al aburrido “merengue sin letra” de Hillary, una abstención de millones de personas que votaron por Obama pero no lo hicieron por Clinton, y el increíble voto de las propias minorías por Trump, por solo citar algunos. ¿Es verdad que mucha gente se siente como predijo Rorty que se sentiría? Sí. Ahora bien, ¿significa esto que los liberales deben abandonar los valores de la igualdad, la diversidad y la tolerancia? No. Y la razón es obvia: la historia de la Humanidad, como bien lo estableció Hegel y posteriormente lo desarrolló Axel Honneth, ha sido, es y será la historia de la “lucha por el reconocimiento”. Ese deseo de reconocimiento ha consistido durante mucho tiempo en la “política de la dignidad igualitaria” (Charles Taylor), en la lucha por la igualdad de derechos y no discriminación. Hoy, sin embargo, y como enfatizan las feministas y los defensores de la comunidad LGBT, el reconocimiento pasa por admitir y valorar, además de la igualdad y la no discriminación, la particularidad, la diferencia de cada individuo o colectivo, su identidad. Una política verdaderamente liberal no puede renunciar entonces a estos valores sin dejar de ser liberal.

Lo anterior no significa que el liberalismo no tome en serio las reivindicaciones económicas de los “perdedores” de la globalización y las viejas e irresueltas cuestiones de la justicia social. Pero de ahí a que el liberalismo tenga que equiparar los anti valores del racismo, la xenofobia, el machismo, la misoginia, la homofobia y la intolerancia, exhibidos y defendidos por los “hombres blancos enfadados” que siguen a Trump, con los verdaderos valores de la igualdad, la no discriminación, la diversidad y la tolerancia, hay un gran trecho. El reto del liberalismo hoy no es evitar la política de la identidad sino abogar por una identidad cada día más inclusiva. Eso lo sabemos bien los dominicanos: sea porque todos somos uno de esos “inútiles” impunemente insultados por el senador Jeff Sessions o bien porque fuimos desnacionalizados por la Sentencia TC 168/13.

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