La mística del educador

La mística del educador

Ahora que inicia un nuevo año escolar quizás valga la pena terminar esta especie de serie sobre la educación y en particular sobre los maestros y maestras proponiendo una pequeña reflexión sobre un aspecto fundamental de toda práctica humana valiosa, en este caso la práctica educativa, la práctica de los educadores y educadoras: su mística.
Como se sabe a la base de toda actividad humana valiosa y bien realizada se encuentra esa especie de fuerza interior que se expresa como actitud de “siempre” buscar hacer las cosas bien. Nos referimos a esa tendencia o disposición permanente a realizar el “trabajo de la mejor manera posible”, al gusto y satisfacción por “las cosas bien hechas”, la intransigencia con la mediocridad, y la negativa a aceptar el “eso está bien así” como argumento para finalizar inadecuadamente una encomienda. Esta mentalidad se manifiesta en prácticas que evidencian las actitudes que se recogen en frases muy extendidas que se ponen en juego en la vida cotidiana y marcan diferencias importantes en dichas prácticas: “Jugarse el todo por el todo”, “Dar siempre lo mejor” dicen los Scouts, “Dejar el cuero en la cancha” dicen los deportistas. En estas prácticas visibles se evidencian aquellas actitudes invisibles, es decir, la Mística que constituye su fundamento.
Sólo la mística, fuerza interior invisible asentada en valores, sostiene en el esfuerzo permanente por hacer las cosas bien, por desarrollar nuestras responsabilidades de la manera adecuada no importa en cuál ámbito de la vida se trate. Un buen profesional lo es porque hace las cosas bien; lo hace bien porque es intransigente ante lo mal hecho iniciando por él mismo; para hacerlo bien tiene que estar al día en los avances en su ámbito profesional y, por lo mismo, no puede dejar de esforzarse por conocer los avances en su área de formación. No hacerlo es un engaño a la sociedad que acepta y confía todos los días en su idoneidad profesional. Esto es parte esencial de la llamada ética profesional de cualquier profesión.
Los maestros y maestras, profesionales de la educación, no son una excepción. Cuando los padres y madres llevan a sus hijos a la escuela lo hacen confiando en que esos profesionales que les acompañarán saben lo que tienen entre manos. Es decir, que sus hijos aprenderán lo que tienen que aprender para desenvolverse adecuadamente en la sociedad porque quienes les enseñarán, los maestros y maestras, lo harán con la necesaria solvencia profesional. Para ello es imprescindible la mística que les sostenga en la búsqueda de fidelidad a esa confianza social depositada en ellos y ellas.
El cultivo de la mística del educador/a, esa actitud interior de servicio y compromiso con la tarea asumida, es lo que posibilita el esfuerzo diario por estar al día en su área de conocimiento: la preparación diaria del material de clase; la negativa a la improvisación; la actitud de disponibilidad que hace posible la confianza de los estudiantes y propicia el aprendizaje; la apertura que permite que los jóvenes se acerquen, conversen y confronten; la actitud de diálogo franco y la conciencia de ser lo que se es; el esfuerzo cotidiano por ser mejores que testimonia y contagia los jóvenes, entre otras cosas, es lo que puede garantizar una relación educativa que transmita valores, actitudes y conocimientos que preparen para una vida en sociedad que se esfuerce por construir estructura y relaciones sociales justas que permitan la vida buena por todos y todas. Así, la educación y los educadores se constituyen en herramienta valiosa y en ocasión para compartir esa mística del esfuerzo, el compromiso y la fineza espiritual.

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