La razón constitucional

La razón constitucional

Aunque algunos lamentan lo álgida y ríspida que ha sido la discusión jurídica desatada por la aprobación y veto de la ley que declara parque nacional a Loma Miranda, lo cierto es que ella es clara manifestación del desarrollo en el país de una dogmática constitucional cada día más avanzada, al tiempo que ofrece una magnífica oportunidad para construir un lenguaje jurídico-constitucional compartido no solo por los operadores jurídicos del sistema sino, en sentido general, por todos los miembros de la “sociedad de intérpretes constitucionales” (Haberle), es decir, por todos los ciudadanos que, aparte de los contralores institucionales de la constitucionalidad, se erigen también en intérpretes y defensores de la Constitución.

De las ideas esgrimidas por quienes abogan por la primacía de la decisión política emanada del pueblo sobre el orden institucional encuadrado en la Constitución fruto de la voluntad constituyente popular, en oposición a la posición de quienes entendemos que la Constitución emanada del pueblo establece límites a todos los poderes, incluyendo al poder constituyente popular, se encuentra una que merece particular atención porque de ella se derivan consecuencias que podrían erosionar el Estado Social y Democrático de Derecho y la supremacía constitucional que proclaman los artículo 7 y 6 de la Constitución. Esta idea, magníficamente resumida por Anselmo Muñiz, es la siguiente: “no es cierto que para todos, el resultado de aplicar el test constitucional de proporcionalidad será el mismo”, pues depende de qué derecho valore más el intérprete. En otras palabras, la determinación de si es constitucionalmente válido obligar a que una transfusión de sangre sea realizada a un menor de edad Testigo de Jehová depende de cuál derecho el juez constitucional valora más, o la libertad de cultos o el derecho a la vida.

Con esta afirmación, se dispara un torpedo que se estrella sobre la misma línea de navegación del barco del Estado Constitucional pues la Constitución, consciente de que son posibles y frecuentes los conflictos entre derechos fundamentales, establece que, en caso de tales conflictos, el intérprete debe procurar una interpretación que garantice la armonización de los bienes constitucionales en conflicto (artículo 74.4). Si esta armonización, concordancia práctica, balance de intereses, ponderación o proporcionalidad entre los valores, principios y derechos en conflicto –que nuestro Tribunal Constitucional, siguiendo la mejor jurisprudencia constitucional comparada, ha estructurado como “test de razonabilidad”- es arbitraria, si depende exclusivamente de lo que Jaime L. Rodríguez, amparándose en Gadamer, llama justamente la preconcepción del intérprete, es decir, sus prejuicios y precomprensiones de la norma y del caso, entonces, como afirma Rodríguez, habría que concluir qué tan correcto resulta una ponderación como cualquier otra, ya que, como afirma Duncan Kennedy, no hay una “única solución jurídicamente correcta”. En otras palabras, daría lo mismo, desde el punto de vista estrictamente jurídico-constitucional, que un niño Testigo de Jehová muera por no recibir transfusión de sangre como que viva por recibirla.

Contrario a este criterio, considero que la ponderación contribuye a la seguridad jurídica en la medida en que trata de reducir la indeterminación –que no indeterminabilidad- de los derechos fundamentales. La ponderación, si bien no es “tan racional” que imponga siempre una única solución correcta, tampoco es, como bien afirma Alexy, “tan poco racional” que permita cualquier solución subjetiva de parte del juez. La ponderación evita los juicios basados en simples pálpitos, pues los casos de conflictos decididos por los jueces en base a esta técnica forman parte del acervo al cual se remiten los jueces a la hora de solucionar los casos bajo su jurisdicción, y a partir de los cuales es posible construir reglas susceptibles de universalización. La arbitrariedad en la ponderación no es imputable a la ponderación per se, sino más bien al “mercenarismo argumentativo” (Lopera Mesa) que propicia lo que Rodríguez, citando de nuevo a Kennedy, denomina argumentos de “conveniencia política”. En otras palabras, la arbitrariedad que se le imputa a la ponderación en los hechos no es más que la consecuencia de la falta de una debida ponderación.

Lógicamente una decisión legislativa, ejecutiva o jurisdiccional puede ser bien ponderada, proporcionada o razonable y ser rechazada por la mayoría del pueblo. Para que tal decisión sea aceptada popularmente se requiere un “auditorio universal” (Perelman) compuesto por “personas constitucionales”, es decir, “personas que pueden y están dispuestas a aceptar argumentos razonables o correctos por la razón de que son de hecho razonables o correctos”. Esto presupone “una confianza en la razón toda vez que sin la razón toda la empresa del constitucionalismo democrático sería un arreglo débil” (Alexy). Precisamente, es lo que he dicho, como bien señala Nassef Perdomo: “que la democracia constitucional descansa sobre bases esencialmente racionales”. O lo que es lo mismo: que la razón constitucional impera sobre la “razón populista” (Laclau), por lo menos allí donde suficientes ciudadanos poseen “sentimiento constitucional” (Loewenstein). Por eso, como ha demostrado Tomás-Ramón Fernández, el Estado Constitucional de Derecho se caracteriza porque todos los poderes, y no solo el judicial, deben motivar y dar razones de sus decisiones, deber que se acrecienta cuanta más discrecional es la potestad del órgano que decide y dicta el acto.

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