Mi inolvidable amigo Jaime Antonio Chanlate Ramírez (Jaimito la Bomba), gran repentista, decimero de los buenos en cuyas creaciones hubo siempre humor, sabiduría, profundidad, sentido del deber, respeto por los derechos de los demás, acostumbraba a recordar los años de niño, los años de formación, al cantar aquellos versos que rezan: no digamos jamás la mentira, ni engañemos a nuestros papás, que no hay cosa más bella que un niño, cuando sabe decir la verdad.
Una gran verborrea, un discurso florido y encantador, no es, necesariamente, una expresión de la verdad. La verdad es una e indivisible, puede haber interpretaciones, puntos de vista disidentes, pero hay una sola e indivisible verdad, aunque a veces se intente ocultar como quienes quieren tapar el sol con un dedo.
A lo largo de la historia ningún grupo, ningún ejército, ninguna nación, ningún partido político, ninguna organización humana ha logrado el triunfo si en su accionar interno aflora el germen de la división, cuando se actúa y se proclaman actuaciones desdorosas como si se tratara de oro de buena ley, que no lo es.
La verdad es la quintaesencia de la conducta rectilínea que debe practicar cualquier persona dentro del seno familiar, en la escuela, en la iglesia, en el equipo deportivo, en los certámenes culturales, en cualquier actividad. Con ella tendremos mejores relaciones con los demás y seremos reconocidos por nuestra seriedad, acompañada por una conducta cónsona con las mejores exigencias de la ética.
Por ello es necesaria la práctica constante de la virtud de la verdad sin pausas, sin quisondas, con buena fe, de cara al sol, como pedía el inmenso José Martí, como testimonio de nuestras intenciones.
Toda relación que irrespeta la verdad, que comienza sobre la falsa base de la ocultación, de la mentira, necesariamente, tarde o temprano lleva el sello definitivo del fracaso.
Mentir, deliberadamente, es una forma de engaño inaceptable que no adorna, que no luce, que no contribuye al brillo de las ideas, de las ejecuciones, de las acciones.
Lo que comienza mal, termina mal, dice Juan Bosch en los “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos” y se refiere al quehacer literario, con más y sobrada razón cuando se trate de asuntos que no formen parte de creaciones de ficción.
El hablador y el cojo no llegan lejos sin ser descubiertos, uno porque tiene una pierna más corta y el otro porque para hablar mentiras hay que tener una gran memoria, tan grande como la de un elefante.
Quien miente actúa como aquel equivocado que pensó que tendría tiempo de escapar si escupía hacia arriba, pero el gargajo le cayó en un ojo.
Cada uno tiene la obligación de trabajar, permanentemente, sin descanso, sin vacaciones para consolidar la organización, para servir a la unidad que lleva a la victoria.