La verdadera esclavitud haitiana

La verdadera esclavitud haitiana

SUCRE VÁSQUEZ
La República Dominicana, que comparte un tercio de la isla Hispaniola con Haití, ha sido el sueño de dominación, objeto de depredación, ocupación y tabla de salvación para los haitianos a través de la historia. Como siempre, en esa relación de odio y amor, el pordiosero siempre detesta al limosnero.

Hoy día los dominicanos cargan, socorren, las miserias de más de un millón de haitianos que viven, sin acoso ni sobresaltos en el el providencial territorrio dominicano. Vienen por la libre, pasan a través de la frontera y se establecen, sin muros que saltar ni túneles que encubran el tránsito.

 Aún en los peores momentos durante el trujillato (el imperio dictatorial de Rafael Leónidas Trujillo del 1930 al 1961) a los haitianos nunca se les obligó, bajo ninguna forma de esclavitud, a trabajar en los ingenios azucareros dominicanos. Venían obligados sí, por el hambre y las precariedades endémicas que han sufrido, a raíz de la sangrienta revolución de indepedencia del 1803, mediante la cual no sólo acabaron con el dominio francés, sino que barrieron con todo vestigio de civilización, ciencia, instrucción, y con los medios eficaces de producción agrícola e industrial. Era Haití, antes de ese salvaje aunque hermoso, proceso de la libertad, una de las colonias más ricas de América, con gran producción de azúcar, algodón, cocoa, y entonces los bosques de la isla Hispaniola, incluyendo naturalmente Haití, estaban llenos de pájaros, árboles y animales. Abundaba el ganado porcino y vacuno. Ahora ni huesos ni sombra, la deforestación impera en los montes haitianos, con un panorama de tierra arrasada.

Sin embargo, el campesino dominicano hinca la tierra, cría el ganado, aún en los predios del sur, condenados a la sequía, por la gran muralla geográfica de la Cordillera Central, que rebota los vientos alicios, soplo benéfico que viene del norte cargado de humedad. Combinada la buena actitud para el trabajo con la dulzura del dominicano, determina que hoy por hoy la República Dominicana exhiba una prosperidad y crecimiento ejemplares, propulsado en gran medida por el turismo (se reciben cerca de cuatro millones de turistas y unos US$4 mil millones que ingresan a la economía fruto de la industria sin chimeneas), gracias a la generosidad de la tierra (el Valle del Cibao, el segundo más fértil de la Tierra, sólo superado por el Ganges, en la India, tiene capacidad para alimentar a 50 millones de personas) y a los diversos escenarios climáticos y ambientales, desde el Valle de Constanza con su temperatura y campiña de ribetes alpinos hasta la belleza del Valle de Neiba, donde se cultivan frutos tan exóticos como uvas para vinos, y cuéntase con el segundo lago más grande de América, sólo superado por el Tititaca de Bolivia.

El natural espejismo de una tierra próspera atrae, ahora como en el pasado, a los haitianos que vienen a la República Dominicana en búsqueda de mejores condiciones de vida, de abrir una brecha para vivir. Así las cosas, en las calles dominicanas se observan brigadas de haitianos trabajando la construcción,  otros vendiendo cocos, jugos, con puestos de frutas, en los mercados con sus puestos, sin que nadie los maltrate, ni los humille y mucho menos los arresten, o le pidan papeles. Viven y trabajan con tranquilidad y las remesadoras dominicanas ya tienen personal haitiano que hablan creole para procesar las remesas de dinero hacia Haití.

Buscar fragmentos de la pobreza, de la vida paupérrima de los bateyes azucareros, igual para dominicanos y haitianos, para armar un infame documental de la supuesta esclavitud de los haitianos en la República Dominicana no sólo es un acto de panfletismo fílmico, oportunista, sino una enorme injusticia con un país, que desde los momentos mismos de la colonización ha sido tierra de hospitalidad, que heredamos de nuestros antepasados aborígenes.

Tiene derecho, por otra parte, la República Dominicana a mantener control de su frontera con Haití, no sólo para controlar la inmigración ilegal, sino el trasiego de drogas y armas que entran prácticamente sin control a esa tierra, desprovista de recursos modernos de vigilancia y control.

A diario salen hiatianos, con razón, empujados por las precariedades en su país, a jugarse la vida en el mar, para encontrar, cuando logran sobrevivir, por respuesta un duro portazo cuando llegan, por ejemplo a Miami, porque las fronteras doradas del Imperio están cerradas para los pobres caribeños, mientras la República Dominicana, en sí mismo un país pobre, comparado con la riqueza de las grandes potencias, recibe sola la carga de la pobreza haitiana , que es un bochorno para la civilización occidental, que se hace de la vista gorda con esa pobre gente, esclava de la ignorancia y la marginailidad, que es el origen de la verdadera esclavitud, en todos los planos que se la mire.

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