Lady Diana Castillo Villalón o los primores del cuento infantil

Lady Diana Castillo Villalón o los primores del cuento infantil

Hacer de menos la llamada literatura infantil, reputarla género ancilar porque por modo ostensible se propone no ya satisfacer el acendrado gusto del lector avisado, sino cautivar el alma en agraz del niño dirigiéndose a un público inexperto y, por ese hecho, supuestamente fácil de contentar, semejante opinión, insisto, sobre ir en menoscabo del libro destinado a los chiquilines, presta –harto me lo temo- flaco servicio al oficio demandante del escritor tanto como a los arduos encantos del arte narrativo.

 Importa error de a folio suponer que la creación concebida para el solaz de los chicuelos es, en punto a rigor, habilidad, industria e inventiva, menos reclamante y, por ende, menos sustantiva y valiosa que la que se realiza para colmar las acaso retorcidas inconformidades de la persona adulta… A riesgo de infringir los oportunos modales de la discreción y la modestia postulando juicios con privanza de eternidad, no me abstendré de sostener en contra del parecer mayoritario del vulgo y acaso de los entendidos, que hacer genuina y perdurable literatura infantil no será, no es ni ha sido nunca cosa de coser y cantar. En efecto, si de apariencias delusivas no me pago, no tiene trazas de viable la creencia de que la ficción escrita para los niños, a causa de la inmadurez de quienes la leerán, requiere en lo atinente al logro del objetivo de entretenimiento y formación que de ella se espera, menos esfuerzo, talento y originalidad que los que solemos encarecer en las obras literarias de solera a las que son adictos ciertos individuos que han dejado atrás, en verdad muy atrás, la edad pueril.

 Los asertos que acaban de escapar a los puntos de mi pluma no carecen, hasta donde he podido percibir, de fundamento a poco tengamos en la mira la finalidad suprema del arte de la palabra: seducir al lector mediante la belleza del lenguaje, sumergirlo en un universo extraordinario, sorprendente, donde en virtud de los poderes de la fantasía se auspicie el encuentro del fruidor de la obra con las ultimidades existenciales de su propio ser.

 Va de suyo que en el caso del relato infantil pareja inmersión en los hontanares de la subjetividad, en las abisales simas del yo, impone de partida peculiares procedimientos constructivos y específicas estrategias retóricas. Salta a la vista que el mundo del niño no se asemeja al del adulto. Es, por tanto, imperioso que quien escriba para la chiquillada, por más que haya sobrepasado largamente la fase del trompo y las muñecas, lejos de haber dado la espalda a esa vis traviesa volcada hacia el asombro que es la marca inconcusa de la niñez, conserve –tesoro inmarcesible- el espíritu lúdico, optimista, desenfadado propio de los albores de la existencia… Y aquí es donde, bien lo hace explícito el popular adagio, “la puerca tuerce el rabo”; pues no todo escritor de probado profesionalismo o incluso de trayectoria sobresaliente, es capaz de producir páginas que los chicos leerán con gozosa fascinación. El don literario que hace las delicias del lector instruido y fructifica en narraciones y poemas de saliente calidad, no asegura en modo alguno el éxito de un autor cuando éste de repente da en la ocurrencia de escribir historias infantiles; que así como el creador de afortunadas novelas no es raro fracase con estrépito cuando incurre en la manía de estampar líricas efusiones sentimentales en lenguaje versificado, o el poeta de estro espléndido y acento musical a menudo se descalabra cuando endereza por los caminos de la prosa de ideas, así mismo el escritor de alto coturno y bien ganados títulos de excelencia en la esfera de la literatura para adultos, puede perfectamente zozobrar si, impedido por cualquier razón de conectarse con el niño que lleva dentro de sí, intenta hablar a la agente menuda en idioma que ya ha olvidado y desconoce.

 No es este el caso –en ello va nuestro crédito- del libro de cuentos infantiles que exhibe el título de El Ciempiés Fuma Arco Iris en Pipa y otras Verdades, de la autoría de la joven narradora cubana Lady Diana Castillo Villalón. En las palabras introductorias que escribiera el poeta Mateo Morrison para dicho texto, topamos con el siguiente aserto que da remate a su atinada ponderación de los méritos de la cuentista: “esta selección de relatos (…) enriquece cualquier literatura de su género porque está escrita con los ingredientes esenciales de una obra de arte plena de sentido y con una estructura admirable.”… El juicio del prologuista es, para quien cure de la imparcialidad, ciertamente atendible. Veamos de mostrarlo: En mi falible opinión, el cuento para niños debe poseer, entre otras caudalosas prendas, las fundamentales cualidades a las que, a humo de pajas, aludiré a continuación: para empezar, desbordada fantasía de tónica jovial y coruscante; luego humor, gracejo, chispa, donaire; no puede faltar tampoco –tercer ingrediente- la poesía, la belleza de un estilo fluido, llano, fresco y sugerente; y, por descontado –postremo e imprescindible requerimiento-, es de rigor que las historias contribuyan a exaltar los valores de la alegría, la vida y el bien…

 A estas cuatro estipulaciones –nos ceñiremos tan solo a ellas en obsequio a la brevedad-, a estas cuatro exigencias condice plenamente el libro de Lady Diana. La fantasía borbota, burbujea en cada una de sus páginas generando la magia fulgurante de lo maravilloso, como ocurre en el episodio de la bruja que convertida en estatua fue reventada en “miles de pedacitos que se regaron por el parque”; o bien como la vasija prodigiosa que el artesano modelara, la cual producía música; o acaso como el comienzo del relato titulado La niña y el unicornio, el cual reza: “Había una vez, en un océano, una isla. Era un lugar lleno de unicornios rojos, que volaban hacia los sueños de los niños. El océano estaba dentro de un libro y el libro lo tenía una niña”.

 Por lo que toca al elemento festivo y retozón, a cada instante nos sale al paso, verbigracia el detalle de las tres palomas juezas del concurso de cocina, que al probar el repugnante menjurje de la bruja Oxer mudaron de color y cayeron desmayadas; o como el sujeto que a todo lo que se le preguntaba respondía, sin que viniera a cuento, con un refrán.

 De impoluto lirismo, sobrados ejemplos podríamos escoger. Circunscribámonos a uno distraído de la fábula Las pecas de María: “María se fue muy contenta para su casa, pues al fin se libraría de esas odiosas manchitas. Iba tan alegre que entonó una canción. ¡Hacía tanto tiempo que no cantaba! Y mientras cantaba no se daba cuenta que detrás de ella se abrían los capullos de las flores, y con cada nota de su canción nacían ruiseñores y brotaban riachuelos a sus espaldas. Los habitantes de Gluglú sacaban las cabezas por las ventanas de las casas para ver aquel milagro. ¡Eran las pecas y la alegría de María las que hacían la magia!”… ¿Puede acaso darse mayor sencillez en la expresión de un suceso imaginario, no por exento de pretensiones retóricas menos estéticamente eficaz?

 Por último, sería incurrir en delito de lesa equidad exegética no poner de resalto que la autora de la obra que a punto largo estamos escoliando, de manera natural, nunca forzada, alecciona, educa, orienta, plasmando en el entramado mismo de las historias que relata una serie de sustanciales valores éticos y de convivencia social; así el alcalde de Pueblo Chico, que era “aprendiz de todo y oficial de nada” y que “ Disfrutaba engañando”, recibe el peor de los castigos, éste: las mentiras con las que buscaba burlarse y perjudicar a gente cándida se tornaron verdades que hicieron la felicidad  y la fortuna de los que él creía víctimas de su trapacería; o también el caso del artesano astuto que deseaba ofrecer al rey su vasija maravillosa y a quien los dos consejeros corruptos de la corte exigían a cambio de concederle audiencia con el soberano, la mitad de lo que el monarca le obsequiara a guisa de recompensa; ni corto ni perezoso, el avispado artesano, cuando el rey le preguntó si quería oro, plata y diamantes por su inigualable vasija, lo que pidió fue que le premiaran con doscientos azotes, y entonces, escuchemos: “El Rey se quedó asombrado y los consejeros abrieron los ojos como platos.

-No entiendo –dijo asombrado el Rey- puedes pedir riquezas y quieres que te den azotes, ¿estás seguro?

-Sí, su majestad- respondió el artesano.

Cuando los guardias del palacio iban a atarlo el artesano los detuvo.

-¡Un momento! –dijo. Soy un hombre que siempre cumplo mi palabra y le prometí a cada consejero la mitad de mi recompensa, pues bien, le corresponde a cada consejero cien azotes.

-¿Qué dices, campesino loco? –chilló el Primer Consejero.

–¿Cómo que cien azotes, no te das cuenta de que era una broma?- protestó el Segundo Consejero.

Pero el Rey era muy justo, por eso hizo que le administraran cien azotes a cada consejero para que no se aprovecharan más de sus súbditos.”

 La villanía se paga: se impone la justicia. El mensaje que la divertida invención contiene anidará en el corazón del niño favoreciendo desde muy temprano el fortalecimiento de los más prístinos valores éticos, esos que ninguna sociedad que presuma de civilizada puede impunemente preterir.

 El Ciempiés Fuma Arco Iris y otras Verdades es libro que fascinará al revoltoso público de los pequeñines; pero eso no es todo, los lectores que cargan varios lustros sobre sus hombros, con tal no hayan dejado apagar en el pecho la hoguera cálida de la infancia, cuando se aproximen a sus felices páginas no saldrán –lo afirmo, lo aseguro- defraudados.

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