Las religiones: entre el bien y el mal

Las religiones: entre el bien y el mal

Con razón la filosofía democrática ha planteado reiterativamente la necesidad de separar el Estado de las religiones. Esto no significa que la ciudadanía deba ser atea, o que las religiones no jueguen un papel importante en forjar valores sociales. Lo que significa es que las religiones no pueden dictar de manera dogmática, y mucho menos fanática, las leyes que de manera racional un Estado debe establecer para la convivencia de una pluralidad ciudadana en base al respeto de derechos humanos.

Utilizo aquí un ejemplo para ilustrar. La iglesia católica condena el divorcio. Por eso, una persona casada por la iglesia no puede divorciarse y casarse nuevamente por el rito católico, a menos que obtenga una dispensa especial difícil de lograr para la mayoría de los católicos. Más aún, si una persona divorciada se casa nuevamente por la ley, no puede recibir la comunión. La iglesia católica tiene absoluto derecho a establecer esas reglas e imponérselas a su feligresía. Pero no significa que en cada país donde se practica el catolicismo deba prohibirse legalmente el divorcio.

Si en una encuesta en República Dominicana se preguntara si el divorcio debe prohibirse legalmente y penalizarse con cinco años de cárcel a las parejas que se separen, posiblemente la inmensa mayoría estaría en desacuerdo, a pesar de que la mayoría es católica. La realidad social se impone al dictado religioso, y muchas personas que se divorcian siguen siendo católicas aunque con restricciones.

Pregunta: porque la iglesia católica condene el divorcio, ¿significa que los legisladores que lo aprobaron en República Dominicana deban ser denunciados en misas y emisoras para que no los reelijan?

Traigo el tema a colación por dos acontecimientos recientes.

El primero es el debate en este país sobre la despenalización del aborto en el Código Penal por tres causales: riesgo de vida para la madre, incesto o violación, y deformación incompatible con la vida.

Tanto la iglesia católica como las evangélicas se opusieron ferozmente a la despenalización en base a dogmas religiosos. Lo que procedía era que el Congreso aprobara las observaciones presidenciales porque se supone que vivimos en una democracia con leyes racionales que protegen derechos humanos, no en una teocracia fanática.

No obstante, muchos congresistas arguyendo principios cristianos se opusieron, y el desparpajo fue tan grande, que los diputados aprobaron las observaciones presidenciales a medias y al vapor, y brincaron el Senado. Al hacerlo así, los legisladores no cumplieron con su papel de legislar racionalmente para toda la sociedad, no en función de dogmas religiosos. Recuerden, no vivimos en una teocracia.

El segundo acontecimiento es la matanza en París del personal de la revista Charlie Hebdo. Es ya frecuente en el mundo presenciar masacres a nombre de Mahoma, de la misma manera que en la historia se han producido masacres a nombre del cristianismo o del judaísmo. Irlanda, la antigua Yugoslavia o Israel sirven de ejemplos no lejanos.

El problema fundamental es que las religiones se forjan con dogmas inamovibles que pueden derivar en fanatismo, y las sociedades son en esencia plurales y cambiantes. Sólo la democracia en los últimos 200 años ha intentado (con algunos éxitos y todavía muchos desafíos), forjar una filosofía y una práctica política que aboga explícitamente por la separación entre Estado y religión para descontaminar la política del excesivo dogmatismo religioso.

Las religiones representan sin duda una gran invención de la humanidad. Ofrecen mensajes de amor y esperanza. Paradójicamente, son también fuente de violencia, exclusión e intolerancia. De ahí su fuerza para el bien y el mal.

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