Lazos de sangre; lazos de amor

Lazos de sangre; lazos de amor

No tuve la dicha de gestar una vida en mi vientre.   Estéril desde siempre, no sentí patadas, ni dolores cuando la nueva esperanza crecía.  No tuve la experiencia de pasar noches enteras cargando un capullo que se abría con llantos al mundo.  Acepté ese designio de mi existencia con alegría.  Entonces decidí llenar ese espacio inconcluso, labrando mi propia vida y amando sin condiciones las extensiones de vida de mi inmenso universo familiar. …Después mi corazón tuvo la dicha de parir dos hijos.  Con Rafael y sus hijos, Arancha y Rafael, hoy mis verdaderos hijos, he aprendido adulta la dicha de contar con una familia propia.  ¡Qué ironías tiene la vida! Después de haber aceptado la incapacidad de procrear, procreé por el amor y la extensión de ese amor.  Sin haber sido totalmente madre, la vida me dio el regalo de ser abuela. Y ya mi niño, Rafael Eduardo, tiene un año. Cuando nació y lo vi tan pequeño y diminuto, me pregunté muchas veces si tenía el derecho de amarlo sin condiciones, de sentirlo mío, de ser mi nieto y de yo ser su abuela. Mientras crecía, mientras sus brazos rodeaban mi cuello, mientras sus llantos o su risa me lastimaban o alegraban, ya no tenía ninguna duda.  Rafael Eduardo es y será siempre una extensión más de mi amor.

 Mu-Kien Sang, Encuentros, mayo 2006

Han pasado tres años  desde que escribí el artículo que encabeza este Encuentro.  Rafael Eduardo, cumplirá en pocos días cuatro años.  Cuando lo veo a mi lado, con su blanca tez casi transparente y su pelo castaño y rizado;  cuando veo sus ojos marrones almendrados y su nariz espigada, sonrío.  Somos exactamente distintos. Mi cara redonda contrasta con su rostro occidental, alargado y ovalado. Mi pelo es tan lacio que solo con artificios muy fuertes puede rizarse en poco.  Mis ojos son tan pequeños, que tengo que usar sombras en los párpados para ofrecer la ilusión de que están abiertos. Por sus venas no corre ni un ápice de mi sangre. No existen vínculos biológicos entre nosotros, pero, y de esto me convenzo cada vez más,  sí hay un gran vínculo de amor verdadero.

¿Qué puede ser más hermoso que el amor incondicional?  Contesto esta pregunta con una simple palabra NADA.  Amar a plenitud y sin condiciones es la más hermosa experiencia que un ser humano pueda sentir.  Como he dicho en otras oportunidades, ser feliz es una decisión.  Amar incondicionalmente también lo es. Decidí amar a Rafael, mi esposo,  a sus hijos, a sus descendientes y sus compañeros de amor y vida, sin condiciones. 

Durante los cuatro años de existencia de esa pequeña vida que supo abrir el camino de la ternura a todos los miembros de nuestra familia, he reaprendido el valor del equilibrio en la vida del ser humano.  Sus inquietudes y sus preocupaciones distan mucho de las mías.  Mientras él está pendiente de “Cars”, el famoso carro-héroe rojo, me envuelvo en sus juegos y olvido que no he podido escribir el artículo para Encuentros o no he preparado la conferencia o el proyecto.  En ese momento, doy vuelta atrás en el tiempo y nos divertimos como dos niños.  Comprendí que solo bajando hasta su mundo podía estar más cerca de él.  Soy enormemente feliz cuando en medio de un grupo, viene corriendo donde mí y me dice: “abuela, ven a ver un robot increíble y magnífico que sabe muchas cosas”.  Me siento orgullosa cuando  recibo un regalo preparado por él. Como ese papel rugoso y lleno de pegamento por todas partes con dos carros azules. Cuando me  entregó orondo su trabajo, su madre Rocío, mi nuera, me dijo que había estado preparando el obsequio durante toda la tarde.

¿Qué mayor alegría y satisfacción puedes recibir cuando llegas a un lugar y él sale presuroso a tu encuentro para lanzarse sobre ti?  Entonces, en ese momento mágico, disfruto como nadie su abrazo sudado, su beso mojado por los chorros de sudor que corren por su rostro. 

La historiadora, funcionaria universitaria, maestra y columnista, se olvida de todo cuando a su lado colecciona carros de todos los tipos, recortados de  periódicos y revistas. Nuestro álbum (o como él lo llama, el “algun”) ya tiene más de 500 vehículos de todos los colores, tamaños, precios y estilos. Su orgullo es venir a la habitación, tomar el libro de colección, mirarlo y preguntarme de forma insistente por las marcas de los carros. 

Tradicionalmente neurótica con el orden, Rafael Eduardo ha roto con todos los parámetros.  La puerta de mi habitación está completamente llena de “tickers” de carros, dinosaurios, números, perros y motores.  Cuando veo la sobriedad de la habitación y esa exhibición inusual de objetos, no hago más que sonreir.  El otro día le pregunté si la podíamos quitar. Me contestó: “Abuela, se ve tan lindo y todavía hay sitio para poner más cosas. Déjalos, porfa”.  Lo abracé  y  entonces nos pusimos a descifrar algunas de las marcas de automóviles que “adornan” la puerta.  Su abuelo Rafael y yo, el “Toli” como le llama, volvemos a ser niños, y no nos importa tirarnos por el suelo para hacer competencias de carros.  Rafael Eduardo siempre toma para él los más rápidos.  Cuando gana, se burla de nosotros, y su burla es una caricia maravillosa que nos rejuvenece. 

He reflexionado mucho para hacer este artículo. La verdad es que la principal lección aprendida es que los adultos viviríamos más felices si de vez en cuando abandonamos los ropajes de la responsabilidad para volver aunque sea por un rato a la niñez. Recordar de nuevo la inocencia, la curiosidad por la vida, el aprendizaje de palabras extrañas y conceptos nuevos, nos hace recordar que una vez fuimos niños y niñas y teníamos curiosidad insaciable por todo lo desconocido.  He aprendido a compartir mi rutina laboral para disfrutar de su compañía. A veces, para conciliar el sueño, hago un recuento nocturno de su crecimiento, de su aprendizaje y sobre todo, de sus besos, sus abrazos y su sonrisa amplia.  Me río sola de sus ocurrencias. Y cuando esto ocurre, me doy cuenta que estoy acariciando con ternura mi propio corazón.

 Yo que nunca escuché la voz de un niño diciéndome “mamá”, me enternezco en lo más profundo de mi corazón cuando ese pequeño pedazo de gente me dice “Abuela”, “Abuelita”, “Abuela Mu”.  Cuando escucho su voz infantil llamarme de cualquiera de estas maneras, me descubro con lágrimas en los ojos. 

Estoy esperando la cantidad de preguntas que me hará, cuando crezca un poco más y haga conciencia de su ascendencia europea y compare a su abuela oriental. He estado buscando las respuestas.  Después de mucho escudriñar, de leer sobre la adopción como acto de amor, de escuchar conferencias sobre las familias reconstruidas, solo podré contestarle que los lazos de amor son a veces más fuertes y más importantes que los lazos de sangre.

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