Lesión vs. lección

Lesión vs. lección

Ahora queda la vergüenza, la deuda por el desdén. Queda la culpa colectiva, ese enrostrar al sistema, a lo innominado, para no asumir. Cuando una de sus víctimas tocaba puertas, visitaba, clamaba, contaba, no había respuesta. Bastaba la consolación sin atisbo de sanción. Entonces no existía la ley 24-97. Había opciones procesales, sin embargo, nadie se atrevía. Demasiado impudor y perversidad. Miedo, tal vez cobardía, impedían convertir en infracción la agresión continua, descarnada. Crimen con disfraz de reyerta de alcoba. Décadas después del inicio del agravio, del clamor sin eco, hubo un reinicio auspicioso, sin embargo, la bestia exhibía la fiereza habitual. “Su sadismo devela” es el título de la columna publicada, aquí, el 9 de junio del año 2014. La glosa, como réquiem, es importante: Conoce el momento adecuado para el infarto, para el fingimiento de quiebra, para agredir con un bolígrafo a otro preso. Para el silencio y la mirada, la interjección y el desmayo. Sabe, sabe mucho y puede. Usa la extorsión, la maneja con destreza para atormentar y seducir con ofertas espléndidas y luego cometer fullería.
El ejercicio impune de su sadismo inveterado fue, durante un tiempo, parrafada silenciosa. El favor político, la astucia de sus abogados, construyeron el valladar. Escuetas crónicas regionales plasmaban sus infracciones. Pero el hombre reincidía. Perfeccionaba métodos. Ácido del diablo, disparos, violación, acechanza, torturas. Maestro indiscutible y creativo. La temeraria reincidencia impedía la excusa, agotaba las maniobras de sus defensores. Entonces, el comentario no era murmullo ni injuria. Trascendió el chisme pueblerino y el asombro. Superó la crónica provincial. Porque su nombre estaba en la boca de los clientes de “Bader”, de barberías y talabarterías. Cruzaba la Calle El Sol, el limpiabotas del parque lo repetía. Sus tropelías rodaban por “Los Pepines” y “El Embrujo”, atravesaban “Villa Olga” y “Cienfuegos”, “Los Cerros”, “Esmeralda” y “La Joya.” Conversación obligada en “La Yagüita”, en las inmediaciones del “Monumento”, en el carga y descarga del “Hospedaje”, en el pregón de madrugada. Las aguas del Yaque llevaban la historia en su corriente, aunque la orquesta del Centro Español atenuara el eco, igual que el tañer de las campanas de la Catedral Santiago Apóstol. Desde Navarrete hasta Puñal, Adriano Román se convirtió en leyenda. Su vesania atravesaba la cordillera. Y también el cura se enteraba, la Policía y el Ministerio Público. El Código Penal no bastaba para justificar sus hechos. Faltaban eximentes de responsabilidad para exculparlo. El andamiaje procesal, defendido y redactado por manos alejadas del albañal de barrotes y alcantarillas penales, estuvo a su servicio. La chicana ha sido su aliada. Las garantías establecidas para otro contexto, le permitieron llegar a la senectud tranquilito y sin coerción. Disfrutar de un encierro frágil y, desde ahí, dispone, paga, amedrenta, estafa. El pavor que provoca asesta el golpe. Rinde. Sabe que ha vencido. Es dínamo que mueve un dedo acusador sin norte. A quién culpar. Cómo cantar victoria si la ancianidad impide la retaliación condigna. Ese hombre ratifica la convicción de derrota. Es la desolación, el triunfo del crimen que prosterna a jueces, a fiscales, a prebostes, a opinantes. El temor a la crítica y al libelo. Pánico al folletín que imputa y sacrifica un intento. Ocurre en Azua, Rafey, San Felipe, Najayo, en Higüey, La Romana. La caridad penal es enternecedora cuando ocurre desde afuera. Cuando la piedad fementida incide en el ejercicio de la acción pública y en el cumplimiento de la pena, tiene otro nombre.
Repetir cuan “malo” es Adriano Román es mantra, frívola catarsis. Es un recurso válido, pero la realidad es tan cruel como su conducta. Su sadismo devela. Él representa el fracaso y la connivencia para mantener un engranaje que funciona sin responsables. Para justificar nombradías amparadas en la audacia de pasillos y despachos judiciales. Ahora quedan las cenizas, quizás los huesos. El responso, el dolor, las heridas, el patrimonio. Ojalá, la lesión inexcusable que sus crímenes provocaron por doquier, se convierta en lección.

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