Ya sea con las señales dadas por la reunión del G-7 esta semana o en el resultado de la última ronda de negociaciones de Europa sobre Grecia, los funcionarios de los países avanzados están admitiendo cada vez más que los problemas enfrentados por sus economías exigen una nueva respuesta en lugar del uso, extendido por demasiado tiempo, de herramientas a corto plazo limitadas.
Este reconocimiento tardó demasiado en llegar y, a juzgar por la lamentable falta de planes de acción creíbles y detallados, todavía necesita tiempo para convertirse en un avance concreto.
Estancamiento a largo plazo. Antes de la reunión del G-7 en Japón, varios países miembros señalaron que entendían que sus posturas individuales y colectivas en lo que atañe a la política económica debían evolucionar. Alemania advirtió acerca de la dependencia excesiva y constante de los bancos centrales y puso el acento en la necesidad de reformas estructurales. Canadá y Japón instaron a usar la política fiscal de forma más enérgica e imaginativa. Y Estados Unidos advirtió a Japón que resistiese la tentación de intervenir para depreciar el yen.
Esta semana, los socios europeos de Grecia concluyeron que necesitaban enfatizar más la reducción de la deuda para esa economía atribulada. En una llamada en conferencia con los periodistas el miércoles, un funcionario del FMI, que habló bajo condición de anonimato, dijo que todos los interesados estaban de acuerdo en que la deuda de Grecia era “muy insostenible” y en que era necesario disminuirla.
Además, el funcionario dijo que las partes “aceptan la metodología que se debería usar para calibrar la reducción de deuda necesaria. Aceptan los objetivos de necesidad de financiamiento bruto a corto y largo plazo. Inclusive aceptan los períodos de tiempo, uno muy largo, en el transcurso del cual se tiene que pagar esa deuda hasta 2060”.
Estos acontecimientos notables reflejan una evolución importante de las formas de pensar, que apuntan con más decisión al análisis de las condiciones estructurales y duraderas y abandonan el énfasis excesivo en consideraciones cíclicas. Este cambio es impulsado por tres procesos: un crecimiento económico que decepciona de forma recurrente a pesar del estímulo sin precedentes de la política monetaria y, en el caso de Grecia, paquetes de rescate impresionantes; la preocupación por que los beneficios de la intervención no convencional de los bancos centrales esté siendo compensada por un riesgo cada vez mayor de daños colaterales y consecuencias no deseadas; y el reconocimiento de que el contexto político se está poniendo cada vez más complicado en tanto movimientos antiestablishment ganan impulso ante la creciente desconfianza popular hacia las “elites” en el gobierno y el sector privado.
Tal forma de pensar debería llevar, cabe esperar, a la implementación de reformas estructurales para impulsar el crecimiento, reformas impositivas con menos austeridad fiscal; la disminución de deudas para los segmentos con excesos aplastantes de deuda; y una coordinación global efectiva de políticas económicas.
No obstante, la transformación de una mayor concienciación colectiva en acciones creíbles sigue siendo frustrante por su carácter fragmentario.
Consideremos el caso de Grecia. A pesar del reconocimiento de la realidad al que los acreedores europeos deberían haber llegado hace tiempo —que disminuir la deuda es una condición necesaria (si bien insuficiente) para que Grecia tenga alguna posibilidad realista de restablecer una viabilidad económica y financiera perdurable—, este reconocimiento no se transformó en medidas claras.
“Lo que es fundamental, necesitamos estar seguros de que el universo de medidas a las que Europa está dispuesta a comprometerse sea coherente con lo que creemos que hace falta para producir una disminución de la deuda”, dijo el funcionario del FMI que describió las negociaciones del miércoles.
“Todavía no contamos con eso” agregó.