Los extremos de la vida

Los extremos de la vida

El nacimiento marca una fecha en la que, de manera natural, se rompe abruptamente una etapa de total dependencia intrauterina, en donde el ambiente materno provee al producto con oxígeno, nutrientes, defensa orgánica y temperatura adecuada para un óptimo desarrollo fetal.

El neonato viene al mundo con un grado tal de inmadurez que si la madre lo abandonara a su suerte, no hay duda de que perecería en el intento. El período neonatal que abarca las cuatro primeras semanas es crucial para el recién nacido. El trauma del parto, las anomalías congénitas, las infecciones, la mal nutrición y los descuidos son potenciales causas de muerte.

Sobrevivir el primer mes aumenta las probabilidades de atravesar la infancia, llegar a la niñez, pasar por la adolescencia hasta alcanzar la plenitud del adulto. Durante todo ese trayecto la persona se ve continuamente amenazada por el fenómeno de la muerte, digamos que andamos siempre acompañados por una indeseada huésped que a la corta o la larga pondrá fin a nuestro vivir. Algunos comparan la ruta existencial con un largo y tortuoso camino que tiene un punto de inicio y que también cuenta con un final; todos conocemos el lugar y la fecha en que nacimos, pero nadie sabe cuándo terminamos, ni la ubicación exacta del fin.

Otros, entre los que se incluye quien suscribe, preferimos imaginarnos el vivir como un progresivo trajinar orbitario ininterrumpido, con momentos de aceleración, estabilización, desaceleración y regreso airoso al punto donde iniciamos el recorrido. Son tantas las similitudes entre el anciano y el feto emergente que un ingenioso maestro del pincel pudiera plasmarnos en un lienzo la imagen de la senectud como una figura, encorvada, ciega y sorda, asistida por un bastón que no recuerda a dónde se conduce. En otro lienzo adjunto, nos pintaría un feto a término, ciego y mudo, doblado ventralmente sobre su eje mayor, atado por el cordón umbilical a la base de la placenta, ignorante de que pronto será removido de su santuario. La diferencia radicaría en que el infante carga con las debilidades genéticas heredadas y fabrica en su andar las defensas orgánicas contra los males que a diario le amenazan, en tanto que el anciano paga con altos intereses las deudas incurridas por los excesos e imprudencias de la juventud y la adultez.

Una madre sana, conocedora, consciente, responsable y dispuesta a asumir su rol de progenitora del nuevo ser, conjuntamente con un padre comprometido con la empresa familiar garantizan el arranque de una marcha triunfal por un ciberespacio global pacífico, justo, sostenible y compartido.

El final de la ancianidad pudiera ser de dicha, rodeado por una humanidad satisfecha por los aporte rendidos por aquel o aquella que recibió todo, lo multiplicó y luego lo fue devolviendo con creces hasta agotar toda la energía prestada. Cual si se tratara de una cavidad uterina entraría en la fosa cantando con Violeta Parra: “Gracias a la vida que me ha dado tanto/ me ha dado la risa y me ha dado el llanto,/ así yo distingo, dicha de quebranto,/ los dos materiales que forman mi canto,/ y el canto de ustedes/ que es el mismo canto,/ y el canto de todos,/ que es mi propio canto”.

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