Los modelos partidarios

Los modelos partidarios

En el país, la noción de partidos encontró con posterioridad al ajusticiamiento de Trujillo terreno apto para el desarrollo de organizaciones y liderazgos que cargaron en su vientre tres décadas de autoritarismo. Todo lo que emergió en el contexto de la nueva realidad no contaba con los parámetros propios de una sociedad estructuralmente democrática y plural. Por el contrario, los vicios y comportamientos autoritarios serían el sello distintivo de los exponentes de mayor significación del sistema político.

En el amplio espectro de la vida partidaria, conservadores, liberales y gente de izquierda organizó modelos organizacionales que descansaron en la personalidad de sus figuras cimeras, saltando con bastante frecuencia, el relevo de sus mandos, la celebración de competencias internas y la construcción de liderazgos sometidos al escrutinio de sus militantes. Toda disidencia se decapitaba, así multiplicaron las organizaciones, y por esas ironías, alcanzaron mayor respaldo electoral las de especial acento autoritario.
Cuando Viriato Fiallo y Juan Bosch competían en las elecciones de diciembre de 1962, sus respectivas propuestas descansaban en partidos de escaso ejercicio institucional. En el terreno de los hechos, Unión Cívica Nacional surgió como un movimiento ciudadano integrado por sectores de élite que en el tramo final de la tiranía se distanciaron de 31 años de oprobio. Y por el otro lado, el Partido Revolucionario Dominicano organizado desde el exilio en el año 1939, exhibía una dirección que no conocía concretamente la nación. El liderazgo perredeísta que se desplazó por todo el territorio buscando los votos en las primeras elecciones democráticas post tiranía, era desconocido por un altísimo porcentaje de dominicanos.
Los resultados de la competencia entre el PRD y UCN en 1962 reflejaron más el deseo de cambio que la afinidad con las propuestas electorales. Por eso, una gran parte del sistema partidario nuestro siguió seducido por los líderes y sus aspiraciones presidenciales, colocando en el último tramo de los anhelos organizativos un verdadero aparato institucional en capacidad de superar y sobrevivir al amo, guía y jefe político. Existen excepciones, pero la mayoría de las figuras emblemáticas que han desarrollado sus potencialidades en el ámbito de los partidos, necesitaron y crearon estatutos a imagen y semejanza del caudillo. Partidos para ellos, sin ellos no había partidos. ¡Terrible desgracia! Sin una legislación capaz de controlar los excesos en los partidos, cualquier espacio cuestionador era liquidado. Y al no poseer los mecanismos institucionales, toda la transición democrática la administró un liderazgo incapaz de cohabitar, porque al instante de crear un órgano para dirimir civilizadamente las discrepancias internas, la concepción dominante se cargó de las cuotas y repartos que hicieron una caricatura de los llamados a romper, de una vez y para siempre, todo el tinglado mafioso de aberraciones y falsificación de voluntades que han caracterizado el comportamiento de las organizaciones. Contrario al caso español, donde la inteligencia de su clase política y el andamiaje institucional sirvieron de muro a líderes autoritarios, aquí existe una resistencia a ceder y estimular los relevos debido al interés mostrado por exponentes de la fauna política del patio que controlan y obstruyen los cambios para mantener arrodillada sus organizaciones alrededor de agendas personales, casi siempre, pautadas por una aspiración presidencial.
Todavía anda dando vueltas la ley de Partidos, y lo único que explica su angustioso retardo es la manía de la cúpula en administrar privilegios. Ahí se juntan todas las organizaciones, centro, derecha, izquierda y emergentes.

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