Memorias de un muerto

Memorias de un muerto

A los amantes del béisbol les resulta fácil comparar el tiempo de vida de una persona con los segmentos en que se divide un partido de pelota. Las tres primeras décadas de existencia pudieran representarse con las tres entradas iniciales del juego. La parte alta del evento deportivo, digamos el séptimo, octavo y noveno innings corresponderían a las décadas de los setenta, ochenta y noventa de un individuo.

Completado el sexto inning usualmente se produce un cambio de lanzador en la pelota, algo que no es posible con el cuerpo humano. Una forma de mantener fresco el brazo de picheo cerebral es mediante el refrescamiento del nuestro baúl de los recuerdos y nada mejor para ello que ejercitar la mente evocando el pasado. Eso es lo que pretendemos con el presente trabajo. Nuestro primer encuentro con un cadáver debió ocurrir a comienzos de los cincuenta del siglo pasado, cuando apenas alcanzábamos la edad de cinco años. A unos cuantos metros de casa, en el hogar vecino, se aglomeraban varias mujeres y algunos hombres en la mañana de un domingo. Las damas cantaban y los maridos tomaban ron alrededor del centro de la sala en donde sobre una mesa descansaba un caja rectangular normalmente utilizada para almacenar tallarines.

Dicho envase estaba envuelto en papeles de encendidos colores rojo, azul, blanco y amarillo. Habían distintos tipos de flores silvestres alrededor de la cajita. Cuando logré acercarme a la mesa me subí sobre una silla, pudiendo contemplar una especie de pequeño ataúd en cuyo interior dormía inocentemente un infante envuelto en una vestimenta blanca.

Mientras el coro de voces elevaba el tono y la intensidad del canto, una acongojada mujer lloraba de manera copiosa; se trataba de la madre del niño fallecido. Cercano al mediodía el reducido cortejo fúnebre encaminaba sus pasos al cementerio local. Varios decesos con similares características se produjeron en el lapso de unas tres semanas. Se trataba de un brote de difteria que sesgó la vida de varios niños y afectó gravemente la salud de otros. Periódicamente nos enterábamos de neonatos que no podían abrir la boca, pues se habían “pasmado”, es decir, sufrían de tétanos mortal.

Entonces no se inmunizaba a la población infantil en contra de la difteria, el tétanos y la tosferina. Muchos fueron los bebés idos a destiempo por falta de un programa nacional de vacuna masiva. Lejos estaba de imaginarme que cien años atrás William Osler en el Hospital General de Montreal realizaba autopsias para registrar los cambios ocurridos en los diversos órganos corporales y así establecer la verdadera causa de la muerte. Tampoco sabía que en los mejores centros asistenciales europeos fallaban en diagnosticar correctamente las enfermedades en la tercera parte de los pacientes tratados.

En el presente noto con dolor de mi alma que en nuestro país la falla diagnostica ronda alrededor del sesenta por ciento de los casos, lo que significa que más de la mitad de las personas enfermas reciben tratamiento para un mal que no padecen. Mi memoria me recuerda que en el campo dominicano había una mayor certeza diagnóstica de causa de muerte que en las grandes ciudades de hoy.

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