Memorias de un prisionero de guerra

Memorias de un prisionero de guerra

Como diríamos en el argot popular dominicano: medio siglo no es paja de coco. Cincuenta años han transcurrido desde que la mañana del 29 de abril de 1965 probamos por vez primera el sabor amargo de la prisión. Para ese entonces éramos estudiante del cuarto año de medicina y raso del cuerpo médico de la Policía Nacional. Estábamos asignados al antiguo Hospital Marión, llamado Hospital Militar Dr. Enrique W. Lithgow Ceara al momento de estallar la Revolución de Abril. De inicio la uniformada no había definido su posición en la contienda, pero una vez se identificó con las fuerzas de San Isidro empezamos a recibir muchos heridos en la emergencia y sala de cirugía. Trabajábamos de servicio las 24 horas.

Los “practicantes” que era como nos llamaban, teníamos que ser cautelosos y discretos, pues por el solo hecho de ser universitarios se nos tildaba de potenciales comunistas. La intervención de las tropas norteamericanas se produjo el 28 de abril y al día siguiente se nos requirió reportarnos a la oficina del ejecutivo de la Policía. La inexperiencia y la ingenuidad nos llevó a creer que el llamado tendría como objetivo un reconocimiento a la ardua tarea realizada desde la tarde del 24 de abril, a la mañana del 29.

Un compañero de armas decía que por nuestra condición de estudiante de término de medicina seríamos ascendidos a oficial. Con esa mente adolescente cargada de ilusiones y de falsas expectativas entramos a la oficina del comandante ejecutivo. Aquel oficial de alto grado pero de pequeña estatura, mencionó con voz estridente nuestro nombre, a lo que respondí con un “Aquí señor”. El coronel, sin permitirnos pronunciar otra palabra nos llenó de insultos, bajo el alegato de que éramos según el, simpatizantes de los constitucionalistas comunistas.

De inmediato ordenó nuestro encarcelamiento en la celda del Palacio policial. Dos días más tarde fui conducido en una guagua cerrada hacia un destino desconocido. Calculo que el trayecto del viaje tardó aproximadamente una hora.

Cuando finalmente se detuvo el vehículo fui conducido a un patio en medio de una fila rodeada por agentes del orden provistos de garrotes de goma y de madera. Estos miembros estaban ansiosos de practica en nuestro cuerpo con los objetos contundentes que portaban.

Para nuestra salvación, surgió el enérgico y decidido pronunciamiento de un Mayor de la Policía, quien portando una ametralladora UZI comunicó a sus agentes que si osaban tocar a los detenidos lo tendrían a él de frente. Les advirtió a todos, que estábamos envueltos en una guerra entre hermanos, y que nadie sabía cómo iban a terminar las cosas.

Todavía es la fecha que no sé el nombre de aquel noble oficial que nos libró de serios maltratos físicos. Permanecimos un mes en solitaria, apenas recibiendo a diario una taza de chocolate aguado, acompañada de harina de maíz con sal. El aislamiento total, la estrechez de la celda, el azote de los mosquitos y el intenso calor hacían insoportable la penuria. Recuerdo tener 14 gramos de hemoglobina en abril de 1965 y salir de la mazmorra en mayo con ocho gramos. Todos los días esperaba mi libertad, seguro de que llegaría.

Nunca perdí la fe, y todavía sigo pensando que habrá de llegar el momento en el mundo en que no habrá espacio para el abuso y la injusticia.

 

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