Menos descalificación, más propuestas

Menos descalificación, más propuestas

El efecto Cooperstown enseña. Ocurre de tiempo en tiempo, algo remueve sentimientos y explota, une, pero es fugaz. Es la reedición, aunque en verano, de la última noche del año, ese 31 de diciembre de buenos deseos. A las 12:01, con o sin los efectos del alcohol, hay abrazos, perdón, reconocimiento. Se repite con cualquier acontecimiento que permite compensar frustraciones, sublimar fracasos. Logros individuales, apuestas personales, que el colectivo hace suyas. Es la necesidad de trascender, sacudir tanta descalificación y tanto atraso, tanta manipulación de quienes pretenden mandar, siempre y comoquiera, sin arriesgarse. Esos mandamás que no validan su influencia con elecciones, sus decretos provienen de la egolatría y la complicidad con minorías que mueven los hilos en la sombra.

Asumen la dirección de sus feudos y disfrutan privilegios inauditos. El derecho a la palabra lo ejercen con desmesura. Saben que la masa ágrafa acogerá el libreto sin reflexión. Logran su cometido cuando cualquier viandante repite sus consignas. Es limitado el repertorio pero contundente. Redefinen el concepto de dictadura, de gobernabilidad, de relaciones internacionales, de asistencialismo. “A Dios rogando pero con el mazo dando” porque muchos cotizan en la nómina oficial, son beneficiarios de canonjías que abarcan consanguíneos y allegados. Saben que es difícil la revelación. Son los buenos. Intocables.

De sol a sol, el rifirrafe es constante y los temas presentidos. Nada sirve. Los pobres son borregos delincuentes, crápula inservible. Las elecciones una farsa. Todo es prevaricación y dolo. Funcionarios altos, bajos, medios, designados o votados, son malos, muy malos y su propósito es maltratar la nación. Además del clásico muestrario descalificador, agregan epítetos cónsonos con dictados transoceánicos. Su palabra es ley y dogma.

Es indudable que la sociología está ahora detrás de los micrófonos, delante de las cámaras, en la parada del Metro, en el taburete del colmadón, en la tienda de vinos. Es la consultoría virtual la que manda, esa que envía el diagnóstico sin exponerse. Jamás espera en una fila y el caos en el transporte le es ajeno. Tampoco madruga en las esquinas. Ignora los afanes de la marginalidad. Conoce el territorio a través de GPS o en los tours que la frivolidad progre organiza para que ratifique, no diga.

El descrédito tiene que convertirse en propuesta. Tanto insulto y reprobación acogota. Humilla. Sin ignorar a Moscoso Puello, es desafortunada la pancarta negativa que exhibe como único estandarte el grupo de elegidos, con derecho a decir y con pretensiones de incidir. Sin enfrentar ni proponer, solo imputa. Portavoz del discursito manido y cadencioso que hasta los afectados repiten. Así llegan y se mantienen, consiguen popularidad mediática y luego la subastan. No se trata de desconocer la gran melancolía por el esfuerzo vano, el amargue después del trabajo sin recompensa. El colectivo necesita motivos, los inventa, busca orgullo hasta en la infracción. Quiere algo en esta sociedad con torres y letrinas, carretas y porsche.

Las personas con incidencia y apetencias, con compromisos y deseos de sustituir al grupo gobernante, tienen que cambiar la instrumentalización de las miserias y de las derrotas sociales, por la subversión sin mentiras. La descalificación continua tiene un efecto devastador. Para transformar un país, además de denuncias, se necesita ilusión, compromiso.

El gatopardismo es evidente. La oposición, trasmutada en opinión pública “independiente” debe ser propositiva no descalificadora. Lo positivo agrupa, por eso, la mayoría injuriada convierte en insignia nacional las piernas de Félix Sánchez, los batazos de David Ortiz, los susurros de Romeo, el sazón de María Marte. En lugares insospechados las citas de Coelho, son reemplazadas por las palabras de Pedro Martínez cuando en Copperstown, proclama: “Quiero que me vean como un ejemplo de que podemos salir adelante, de que los dominicanos somos buenos y tenemos la oportunidad de hacer las cosas bien”. Informes sucesivos, realizados por organismos reputados, ratifican “la desvalorización de lo propio” como característica de nuestra identidad. Remacharlo, con intención y sin propuestas, es perverso.

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