El reloj apunta las 12 del medio día, mujeres de distintos colores de piel entraban y salían por la puerta de cristal tintada de negro, desde afuera era más que imposible saber qué sucedía con exactitud en aquel establecimiento cuadrado, pintado de blanco y azul.
Una mujer con un aparato electrónico en mano, vistiendo un uniforme gris es quien da la bienvenida al lugar, de inmediato procede a pasar el lector de metal por las carteras para asegurarse de que todo esté en orden.
Al entrar se percibe una sensación de desnudez, donde los secretos se rompen, ya no son tuyos, pertenecen a otros, cada momento que transcurre allí causa angustia, desesperación, miedo y vergüenza.
A pesar del ambiente confortable y con aparente seguridad, la angustia de las denunciantes se percibe a flor de piel, resulta inútil tratar de disimular el dolor de haber pasado por cualquier tipo de violencia.
En medio de la sala de espera se encontraba «Sindy» una adolescente 12 años de edad, si ella era una adolescente, aunque sus curvas y su estatura la hicieran lucir de 20 años, aguardando por un turno para contar la difícil y cruel verdad de haber sido abusada sexualmente.
Los minutos en las fiscalías se vuelven eternos, para todo hay que tomar un tiquet o anotarse en una lista y explicarle a la recepcionista la situación que llevó a hacer la denuncia, prácticamente las víctimas se ven obligadas a contarle parte de la historia a ella.
Son las 2:00 de la tarde y a «Sindy» le toca el turno para narrar la pesadilla que vivió de principio a fin, luego de haber pasado alrededor de dos horas esperando ser atendida.
Al salir «Sindy» comparte con su madre las preguntas que le hizo la psicóloga y dice que en principio fue muy molestoso tener que revivir esos momentos tan dolorosos, pero que la psicóloga logró calmarla y la trató con cariño, lo que la hizo sentirse en confianza.
Un día más visitando las fiscalías. El lunes en la mañana, entre el calor y una desordenada fila, se encontraban mujeres de escasos recursos económicos esperando ser atendidas por dos recepcionistas que compartían un mismo escritorio, las únicas en el lugar bendecidas con un diminuto abanico.
Entre todas esas mujeres se encontraba “María”, una joven de 22 años de edad, de contextura delgada y con la visible muestra de quien quiere dejar salir una lágrima de impotencia, buscando una citación en la Fiscalía Barrial de Las Caobas para demandar a su ex compañero por falta de manutención.
María nos cuenta que antes de tomar la decisión de demandar al padre del niño, un día fue a reclamarle y éste la recibió con una paliza. “Yo sabía que él era violento, pero aun así no aguanté el llanto de mi hijo y me arriesgué a ser golpeada, ya que en múltiples ocasiones el me había amenazado con golpearme si lo llegaba a molestar».
Dice que luego, cuando pasó el dolor de los golpes y pudo recuperarse fue al destacamento a poner la denuncia y tuvo que esperar mucho tiempo sentada para que la atendieran.
«Cuando por fin me atienden, el policía dice que no puede aceptarme la querella, alegando que tengo que llevar los papeles del médico legista».
María se retira porque no tiene dinero para seguir haciendo diligencias, pero vuelve al siguiente día con un dinero que le prestó la vecina, ella dice que esta vez al presentarse en el mismo destacamento tiene mejor suerte, porque se encontró con un «policía simpático», que le tomó la declaración y al agresor le impusieron una orden de arresto.
Un miércoles por la mañana, Francisco, el supuesto victimario, es arrestado y el caso pasa a manos de la Fiscalía, ambos fueron enfrentados ante un representante del Ministerio Público.
“Cuando estamos en la Fiscalía a él se le acercó un abogado para ofrecerle sus servicios, ellos se apartaron de mí, más tarde nos tocó entrar y mi sorpresa fue que entraron los dos, comenzamos a explicar lo que sucedió, yo tenía las marcas de lo que él me había hecho, pero él dijo que también había sido agredido por mí”, detalla.
Era cierto, Francisco tenía un rasguño, pero todo habría pasado cuando ella intentaba defenderse de sus golpes. La intervención de la Fiscalía concluyó entonces en ponerle una orden de alejamiento a ella y no a él.
«Las autoridades no me brindaron el mejor de los tratos, en primer lugar al presentarme por primara vez fui recibida con indiferencia por ese policía, que en mi momento de desesperación, no prestó la atención debida. Para mí fue muy penoso cuando, ese fiscal me puso la orden de alejamiento, donde la agredida fui yo. Como él buscó un abogado, lamentablemente yo apenas tenía el pasaje para ir y venir, las cosas se quedaron así. Gracias a Dios todo terminó ahí y no ha pasado a mayores», expresa María.
La situación por la que pasó esta joven mujer evidencia las debilidades institucionales, la falta de preparación desde el agente policial, que es quien recibe la primera denuncia, muestra también que hace falta sensibilizar en torno a los casos de violencia de género. Es pertinente desarrollar programas educativos donde se involucre al policía para que al momento de recibir las denuncias sirva de ente orientador y sea solidario con las víctimas.
A finales del año pasado el país supo del triste desenlace de Miguelina Altagracia Martínez, quien denunció en dos ocasiones a su ex marido por amenazas y agresión verbal, sus familiares y vecinos denunciaron que hubo negligencia en este caso por parte de la Fiscalía de Santiago.
Al parecer este y otros casos aún no son suficientes para que el Estado le preste la debida atención a las mujeres que son víctimas de violencia. ¿Cuántas mujeres deben morir para que se les brinde el requerido trato ante situaciones como estas?
A pesar de que las mujeres han tomado cada vez más la decisión de no callar y denunciar la violencia. ¿Están las autoridades en capacidad de proveer la seguridad necesaria para ellas?
Las dificultades por las que pasa una mujer al momento de poner una denuncia de violencia de género, pone en tela de juicio la eficiencia de las autoridades competentes, además de interponerse, entre la razón y la fuerza de voluntad.