Música e identidad en “Concierto barroco” de Alejo Carpentier

Música e identidad en “Concierto barroco”  de Alejo Carpentier

Músico desde la infancia, cuando salió de Cuba y se instaló en París, luego de vivir un preludio en la cárcel del dictador Gerardo Machado (tras firmar la protesta de la Minoría que en la historia cubana llaman “La protesta de los trece”), ya Alejo Carpentier había dado varios conciertos en La Habana. Muy pronto comenzó a escribir poesía y a dirigir musicales junto al compositor francés M.F. Gaillard (Poèmes des Antilles, neufchants sur les texts de Alejo Carpentier, música de M.F. Gaillard, Edition Martine, París, 1929). Entonces, el tema de la negritud atraía a los franceses y la música cubana ya tenía su espacio en la urbe parisina.
Muy interesado en lo fantástico, fue elaborando una teoría de lo real maravilloso americano, que supo sobreponer a la teoría del surrealismo en la que se postula que es el autor quien crea la irrealidad, mientras que lo maravilloso es visto desde una antropología característica de los pueblos americanos.
Junto a la teoría de lo Real maravilloso expuesta en el prólogo de “El reino de este mundo” (1949) y retocada para su libro de ensayos “Tientos y diferencias” (1970) fue expresando una teoría más general, siguiendo a Eugenio D’Ors, sobre el barroco, en conferencia que dio en Venezuela amplió su explicación de esta teoría. “Concierto barroco”, como ha señalado Gonzalo Celorio, es la puesta en práctica de su mirada a la cultura americana desde lo barroco y en el de lo maravilloso.
Debo explicar que cuando hablamos o leemos sobre este concepto en literatura, solemos referirnos a la escritura de Góngora, a la de Quevedo, o a la forma de escribir de Baltasar Gracián, o realizamos una referencia obligada a Cervantes. Pero el barroco va más allá de una forma de escritura, para Carpentier es una condición universal que no puede ser determinada por un tiempo específico, más bien es un estado que recurre en la historia de la humanidad. Como decía Wölfflin, una pendulación.
Carpentier, que ya se había internado en el mundo Caribe en “El siglo de las luces” (1962) y en el mundo americano en “Los pasos perdidos” (1953), en esta novela hace un viaje, desde México, pasando por La Habana, luego por varias ciudades de España, Madrid, Valladolid, Cuenca, para llegar a Roma (esa Roma que había literalmente visitado en “El reino de este mundo” (1948), con la descendencia de Christophe y la sombra de Pauline Bonaparte, y en “El arpa y la sombra”, 1978, de forma más detenida), hasta llegar a la maravillosa ciudad lacustre de Venecia, aquella de la que decía Marco Polo era todas las ciudades. En la ciudad lacustre y la fabulación carpentieriana, le espera una reconfiguración musical de Moctezuma, un rey azteca que pierde un imperio a manos de un puñado de aguerridos españoles.
Los personajes que accionan los referentes de esa crónica son un indiano y su esclavo, el negro Filomeno. No debemos olvidar que, en su teoría de la novela, el cubano había señalado que la tarea del novelista de América era expresar el “ephos de nuestro tiempo”, ser el cronista de lo real maravilloso. Y esta obra como lo es “El arpa y la sombra”, una crónica nueva para representar y actuar de nuevo los referentes que nos identifican, nos definen y nos valoran como civilización del Orbe Novo.
En el prontis de la novella se caracteriza al amo. Un español que ha hecho plata en México para quien el Potosí es una minúscula representación de la abundancia que determina su cotidianidad. De plata eran todos sus ajuares. Hasta la bacinilla. Era un nuevo rico como esos que llegaron a España de América e ilusionaron a los futuros viajantes a buscar oro. Si el oro era lo buscado por Colón, el indiano logró encontrar la plata. Era un amo forrado de plata. La singladura cultural, donde se va a presentar la cultura de abajo y la de arriba, parte de Veracruz para llegar a una Habana enlutada por una “tremenda epidemia”, antes pasa por Villa de Regla: “cuya pobre realidad de aldea rodeada de manglares acrecía” (46), pero ya dejada atrás se alzaba con “el lumbre de sus cúpulas, la suntuosa apostura de sus iglesias y la vastedad de sus palacios”. Se sentía el “silencio de mansiones cerradas a la epidemia” (47).
El otro mundo que no podía ser magnificencia de la arquitectura y, donde el barroco aparece mezclado el mundo de los de abajo, aparecía cerrado al esplendor de sus sones, a la vistosidad de sus trajes, a lo maravilloso de sus mulatas “de carnes ofrecidas bajo el calado de los encajes almidonados” (acaso una de esas diosas negras del pintor dominicano Jorge Severino). Una ciudad, en fin, “parlera, ardorosa y despreocupada…” (47).
El negro que lo acompaña, que es Filomeno, tiene entonces una justificación. Fue recurrida práctica de los amos del siglo XVIII, educar, adornar y prestigiar algún esclavo para que le levantara la cola en sociedad o aportaba el cojín en la iglesia, sobre todo en esas misas dadas a la luz de la vela, cuando no había ropa en el Caribe y las mujeres ponían por excusa no asistir porque no tenían nada que ponerse. Pero orgullosas, no aceptaban la que le regalaba el obispo, como cuenta Lope de Haro en el 1600 puertorriqueño. No pocas protestas hubo por la gabela social ganada por algunas amas al emperifollar a una damisela venida de África y resaltar su exótica belleza.

Ese Filomeno que sabía de solfa y que iba tocado con un tricornio charolado, como si en sí mismo llevara lo bufónico de la época; lo paródico de los encuentros tan sórdidos en las tabernas, como en “La Celestina” de Rojas, la casa de la administradora del amor… El pasaje recuerda a Ti Noel en San Soucí, luego del gran incendio. Danzando y jugando a ser, disfrazado con la indumentaria del otro que lo había gobernado. El Caribe es un poco ese siglo XVIII, de contraste, de luces y sombras como en la pintura de Velázquez; de portentos y maravillas de muertes, de acumulación de adornos hasta en los retablos.

En España ya pisan Madrid y, en un ejercicio de analogías que comenzó Colón y siguió el cronista Fernández de Oviedo, la encuentra triste y deslucida y pobre. Fuera de la Plaza Mayor todo le pareció “mugriento y esmirriado” cuando pensaba en la anchura de las calles que había dejado en la Nueva España. Las posadas eran malas, con olor a aceite rancio, y en muchas ventas no podía el indiano descansar al solaz requerido (57).

Y en cuanto a la cocina, ante las albóndigas madrileñas y la monotonía de “las merluzas”, “evocaba el mexicano la sutileza de los peces guachinangos” (58) y frente a “las berzas de cada día”, el negro hubiese preferido el aguacate pescuezudo, los bulbos de malangas rociadas de vinagre con perejil y ajo”. En la casa del amor aparece una enana, que nos hace pensar en los deformes que pintaban Velázquez y Goya. Era un mentidero como la posada que nos relata Cervantes en “El Quijote”.

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