Navidad y esperanza cristiana

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REYNALDO R. ESPINAL
Existen muchas dimensiones constitutivas de la vida y la naturaleza humana sobre las que es preciso volver a hablar y pensar. No, por supuesto, desde la inmediatez agónica en que vivimos. Es preciso tomar un respiro, abandonar temporalmente la alocada carrera que llevamos y detenernos en aquellas realidades que, siendo, paradójicamente, las que pueden dar sentido a nuestras vidas, las hemos ido marginado, con el consiguiente aumento del tedio y la insatisfacción vital.

Entre esas realidades, no tengo la menor duda, que una de las más urgentes es la esperanza. Y tensando un poco más la cuerda me atrevería a decir, que es preciso referirse a la esperanza que va más allá de “toda esperanza”, apelando a las dimensiones últimas en que nuestra finitud pueda confrontarse cara a cara con la trascendencia.

Y es que en ese reducto ultimo de nuestra consciencia todos sangramos por nuestra finitud, por ese trágico drama que contrariaba a Pascal de que siendo, por naturaleza, frágiles y mortales, pensamos en la eternidad y somos capaces de revelarnos contra nuestra mortalidad.

Sostengo que es preciso hablar de la esperanza , precisamente por que en los días que corren su prestigio no está en alza, y , más bien, ha ganado terreno su opuesto: la desesperanza, hasta tal punto que podríamos definir a nuestra época como caracterizada por un profundo déficit de esperanza.

Tal constatación tiene profundas explicaciones, entre las cuáles se muestran como más fecundas, las aportaciones del pensamiento filosófico, político y sociológico reciente. En el lenguaje actual de las ciencias sociales es común encontrar, entre otros tópicos, aquellos que suelen referirse al “desencanto de la postmodernidad”, fenómeno que ya había constatado Max Weber con relación a la modernidad cuando se refería al progresivo “desencantamiento del mundo”, fenómeno con el cual quería explicar, precisamente, el decreciente influjo de la cosmovisión religiosa en la vida occidental con las consecuencias que todos conocemos. Se alude, no sin razón, a un progresivo deterioro de los vínculos humanos, realidad a la que ha hecho referencia un gran pensador contemporáneo Zygmunt Bauman en su magnífica obra magnífica titulada “Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos” (Fondo de Cultura Económica, 2005). El uso metafórico de lo “líquido”, por oposición a “lo sólido” resulta muy útil para ejemplificar la realidad del mundo presente donde se han desvanecido los vínculos y se han desdibujado las fronteras, no sólo entre el bien y el mal, si no también en el afecto y en la amistad, en el respeto, en el sentido de pertenencia, y, por supuesto, en la vinculación del ser humano con aquellas realidades que lo trascienden y lo superan.

Al estado de situación antes descrito ha contribuido no poco, además, el fracaso de las ideologías, de las grandes cosmovisiones políticas que alentaron en tantos seres humanos bien intencionados la ilusión, falsa, desde luego, de que era posible, ya en esta tierra, desterrar para siempre la injusticia.

Fracasó en este intento el Marxismo, como ha fracasado el capitalismo, pues cada uno ,a su modo, ha querido negar la dimensión trascendente de la persona humana. Uno- el marxismo- por que toda alusión a lo religioso le pareció “opio “y “superstición”, reminiscencia de una infancia de la humanidad ya felizmente superada, el otro- el capitalismo- por que ha confundido el ser humano con sus potencias instintivas, donde su esencia se reduce a ser un “homo consumens”, a quien se tiraniza, no con fusiles ni metralletas, si no a través del mecanismo más sutil del mercado.

Es en este delicado punto donde se separan los senderos entre religión e ideología. En lo que respecta al cristianismo, este no promete utopías terrenales. En el mundo seguirá existiendo la maldad y el odio, la guerra y la aflicción, lo que no exime a quien se profese cristiano de luchar por erradicarlos con todas las fuerzas de su ser. La

construcción de lo esperado puede comenzar cualquier día, y de hecho hace miles de anos que ha iniciado, pero no se consumará totalmente en las limitadas fronteras terrenales.

He aquí donde no es posible confundir al cristianismo con una atractiva ideología.

Cuando el Marxismo consideró a la religión como el “opio del pueblo”, siempre he pensado que lo hizo inspirado en la observación de la vida de muchos cristianos de su tiempo a los que bien podría aplicarse la definición que una vez utilizó el gran escritor Hindú Rabindranat Tagore para referirse a los cristianos de Europa al afirmar “que eran paganos de lunes a sábado y cristianos los domingos”.

Si juzgaron al cristianismo por este tipo de falsos cristianos justo es reconocer que llevaban razón, y ante ello sólo cabe precisar que el cristianismo auténtico es más que eso, o al menos, está llamado a ser más que eso.

Es por ello necesario volver a presentar al cristianismo como una religión de esperanza. No una esperanza soporífera pero tampoco utópica y con sabor a ideología. No nos promete ya en esta tierra escapar de las muchas veces amargas exigencias de la finitud humana, pero si nos ha dado “su palabra de honor”, como gustaba decir Leon Bloy de que el mal y la muerte no tendrán sobre el ser humano la última palabra.

Es ese, y no otro, el mensaje del niño tierno de Belén. Por él tiene sentido seguir viviendo a pesar de los avatares de la existencia. Y es que la navidad, o es una fiesta de esperanza, o no significa nada.

 

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