Oficios, servicios, información e Internet

Oficios, servicios, información e Internet

Camilo José Cela, el novelista español y premio Nobel de Literatura, se quejaba, en una de sus crónicas, de los oficios que desaparecían en su país a causa de las ventajas que nos trae el mundo moderno. Así, escribía, ya no tenemos al zapatero remendón ni al campanero del pueblo ni tampoco al hojalatero y, mucho menos, al amolador que nos despertaba temprano en la mañana con su voz aflautada y melodiosa anunciando su paso. A esos oficios se les agregan otros que no vienen a cuento, pero que todos echamos de menos en la medida en que el progreso y la automatización se instalan en nuestros hogares.

Nostalgia y apego a la tradición que revela también una resistencia a la deshumanización de los individuos. Pero, hay que admitirlo, el progreso se orienta por el camino de la individualización de la humanidad. Cada día se necesita menos del otro. Las máquinas de una fábrica hacen el trabajo de más de una docena de obreros y llegará el día en que una sola persona podrá fabricar carros en serie. Lo que precede podría parecer una especulación propia de la ciencia ficción, algo así como el cerebro electrónico del filme de Stanley Kubrick 2001, Odisea del Espacio. Pero no estamos tan lejos, como se pudiera imaginar, del dominio de las máquinas. Una expresión corriente en cualquier oficina, banco o empresa, que nos da una idea de que nos dirigimos hacia un mundo como el de la película de Kubrick es: “No podemos atenderle, porque el sistema se cayó”.
La queja que precede no toma en cuenta la banalización de las autovías de la información que nos legó el final del siglo XX. En una palabra, la red o, en mejor “romance”, la Internet. Si la mecanización de la post-Segunda Guerra Mundial arrasó con ciertos oficios tradicionales, la red da al traste con una serie de servicios y oficios de mayor envergadura que los que lamentaba Camilo José Cela, además de que nos acostumbra a un mundo virtual al que todo ser humano puede tener derecho y que, por la misma naturaleza del libre acceso, en muchos casos desinforma.
Con el correo electrónico, como se pretende llamar al e-mail en español, se pone en peligro no solo a la Unión Postal Internacional y Nacional, sino que la dirección personal pierde interés y es sustituida por un nombre, seguido de @ y un servidor. Todo esto exige una manipulación que por lo general afecta a cualquier lengua que no sea el inglés. Se han hecho esfuerzos por defender el español, por ejemplo, de la influencia del inglés a través de la Internet, pero lo único que se ha logrado es introducir palabras castizas que, en realidad, no facilitan la operación y el utilizador se ve obligado a retomar la palabra inglesa para hacerse comprender.
La influencia del inglés se ha debatido mucho y su penetración en todas las lenguas del planeta es inevitable, como también es incontrolable la Internet. La piratería no ha sido controlada aún. Cualquier individuo puede lanzar en la red una información sin que se pueda verificar si se trata de algo falso o verdadero. El derecho de autor, que tanto se ha debatido en el mundo capitalista, puede ser fácilmente violado a través de la Internet, como también una decisión de justicia. Recuerdo, para ilustrar, Le grand secret, la obra del médico de cabecera de François Mitterrand, que revelaba los años que el expresidente de Francia vivió con un cáncer de la próstata. Por violación al secreto profesional, el libro fue recogido y prohibida su venta. Pero la decisión judicial fue burlada por un “internetista” que difundió Le grand secret a través de la red.
Pero la Internet pone también en peligro la industria del libro. No son pocas las casas editoriales virtuales que hacen su propaganda a través de la red. No me refiero únicamente a las que difunden gratuitamente las obras que son ya del dominio público, es decir sobre las que nadie ejerce derecho alguno, sino a nuevas obras que el internauta, como se le llama al que navega en la red, puede “bajar” e imprimir. El libro virtual, cuyo soporte es magnético, toma cada día más fuerza. Por suerte para la imprenta existen los bibliófilos, esos coleccionistas a los que les gusta tener contacto físico con el libro y verlos en un estante. Sin embargo, el gran público no está formado por coleccionistas de libros y la edición es una industria que tiene necesidad de buenos clientes. Si el libro de imprenta se deja desplazar, como todo parece indicarlo, por el libro magnético distribuido a través de la Internet, el revés no será solo para la industria editorial, sino también para los distribuidores y las librerías, así como para otros agentes que entran en la comercialización del libro en papel y con portada.
Por suerte el correo electrónico no tiene aún fuerza jurídica y el servicio de correos, con sus variantes de cartas recomendadas, de paquetes, etc., debe permanecer aún. La imprenta, por su parte, tiene a su favor los que todavía, sin ser bibliófilos, creen y le tienen confianza al libro impreso, los que consideran que el rigor de la fabricación de un libro deja menos margen al error que tanto abunda en el libro magnético.
De los orígenes del libro nos queda una suerte de máxima de que la letra impresa tiene autoridad. Una máxima que se ha ido perdiendo en la medida en que la publicación de obras por cuenta de autor se ha hecho cada vez más frecuente. En la red sucede lo mismo. Solo un esfuerzo físico y cualquiera puede colocar su obra en línea, como dicen los internautas. Una obra que no ha pasado por el filtro de un comité de lectores es por lo general desfavorecida por la duda.
El problema de las autovías de la información es precisamente la información. ¿Cómo podemos estar seguros de que una infomación o un dato obtenido en la red son válidos? Con excepción de algunas enciclopedias e instituciones que se han ganado una reputación científica e informativa y cuya consulta requiere de una suscripción previa, muchos sitios en línea consultados sobre un mismo tema difieren de manera exagerada. Una fecha archiconocida como el descubrimiento de América podría diferir, de un sitio a otro, de varios años. Así nos encontramos con que fray Bartolomé de Las Casas, por ejemplo, llegó a América en el primer viaje de Cristóbal Colón; en otro habla del segundo, cuando en realidad el conocido cronista de Indias puso pie en el Nuevo Mundo en 1502. Para dudar de una información es necesario tener referencias que lleven a la verificación. A pesar de que la Internet, ese instrumento tan útil que nos dejó el recién finalizado siglo XX, no ha podido establecer sus mecanismos de control debemos admitir que la red ya forma parte de los hábitos de los hombres y mujeres del siglo XXI.

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