Para complacer

Para complacer

El contenido de la columna pasada provocó reclamos tiernos. Los nombres de Federico Henríquez Carvajal y Leoncio Ramos Jerez, motivaron demandas, exigencias para menciones que el olvido arrastra. Admito el entusiasmo para continuar un trabajo más enjundioso sobre las glorias de la judicatura dominicana y del Ministerio Público. Durante décadas y de manera ocasional he compartido el relato de las incidencias de una época de leyendas, misterios y sacrificios, que el tribunal vivió, aquello que la memoria acopia sin rigor y quizás, con excesiva emoción. Uno de los reclamantes solicitó una estampa de Julio Ibarra Ríos. Está escrita y publicada-4 XII 2005-. Para complacer la solicitud haré un resumen, situación muy difícil porque perder palabras, duele. Escribí que la nombradía urbana y pequeñoburguesa se forjaba en la cátedra, el ejercicio profesional, la militancia. Se evaluaban los personajes por su participación o rechazo a la tiranía, su afiliación al movimiento patriótico 14 de Junio, a Unión Cívica Nacional, su estancia en La Victoria o La Cuarenta. Manaclas y la Guerra de Abril estaban presentes en el luto perenne o dentro de la botella que ayudaba a olvidar. La represión regaba ciudades y campos de sangre y angustia. La burocracia colorada se convirtió en refugio para garantizar silencio y descrédito. Existía un grupo de nacionales indemne a la tentación. La UASD era fragua y los tribunales también. Fiscalía y fiscales fueron sinónimos de abuso y legitimación de desmanes políticos. La actuación de Rafael Valera Benítez fue un acaso, un destello. Años después, llegó Julito. El 1978 marcó un hito. No había Escuela de la Judicatura, Estatuto del Ministerio Público ni Fundaciones pendientes del decurso de los poderes públicos. Los gremios profesionales gritaban reivindicaciones imposibles. Antonio Guzmán Fernández, presidente de la República, sedujo al abogado, catedrático, historiador, al tertuliante desbocado. Sorpresa y algarabía produjo la designación. Lo bautizaron “El fiscal del pueblo”. Tuvo en la prensa un aliado incondicional y sus ejecutorias ayudaron a mantener el vínculo. La aceptación de tan importante cargo disgustaría a su amigo y mentor Juan Bosch, pero estuvo convencido que lograría la comprensión del sabio político. Llegó en andas al Palacio de Justicia. La multitud lo aclamaba. Inició una gestión innovadora, de puertas abiertas, resoluciones rápidas, de respeto a los dictámenes de los 17 ayudantes de la Fiscalía del Distrito Nacional. Intentó reformar una entidad viciada que servía para la extorsión y la violación de derechos. Jornadas memorables aquellas de la Fiscalía presidida por él. Aparecía sin fanfarria, se desmontaba de un desteñido Peugeot con el fiel Falcón cuidándolo de nadie y de todos. Atónitos quedaron los que pensaban en un fiscal presto a la retaliación o el atropello. Indignados estaban los que no comprendían cómo, aquel hombre contestatario, recibía a sicarios, víctimas, a estafadores y asesinos. En su oscuro despacho, con una bandera como único adorno y su inseparable cigarrillo, conocía secretos de Estado, de alcoba, trifulcas de barrio y pleitos entre honorables. Escuchaba a los jueces de instrucción, ordenaba visitas domiciliarias, respondía llamadas, repetía artículos de los códigos, relataba episodios de la historia dominicana y se reía de quienes pretendían controlarlo. Irreverente por convicción, manso por naturaleza, divorciado del boato. Cambiaba el ágape coyuntural de los alabarderos por el patio de sus afectos irrenunciables. Un decreto lo transfirió a la Secretaría de Educación, antes de cumplir los cuatro años en la Fiscalía. La Secretaría no era su sitio. Volvió al trajín de la toga, a los pasillos bulliciosos y mugrientos del Palacio de Justicia, como uno más. Luego ocupó un espacio en la Suprema Corte de Justicia. Simpático, dicharachero, estudioso. La adversidad no afectó su gusto por la vida. Sus allegados conocen el tormento que la muerte de su hermano Luis, le causaba. Tormento que acechaba en las madrugadas insomnes de este servidor público cargado de defectos e innumerables virtudes. Responsable de errores que no superan sus aciertos. Ajeno a la vanidad, debió apercibir que la transformación de la Fiscalía del Distrito Nacional comenzó con él.

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