PASCAL Meccariello: irreverente y provocador

PASCAL Meccariello: irreverente y provocador

La obra de Pascal Meccariello (Santo Domingo, 1968) es una provocación constante a los sostenedores del arte tradicional y a la insolencia apenas encubierta por la originalidad, es decir, a la pérdida absoluta de un estilo y su paternidad creadora; la expresión fugaz de lo eterno a través de lo temporal y transitorio, pues casi toda la originalidad, en Pascal Meccariello, viene de su experimentación visual, especialmente en la construcción de sus instalaciones, videoarte, “performances”, cerámicas, entre otros géneros y estilos. No porque venga del platónico mundo sublunar ni tampoco porque represente de una vez por todas alguna ausencia esencial, sino porque siempre tiende a ausentarse en aquel que la lleva y también a borrarlo a él como centro, siendo pues indiferenciado su estilo; impidiendo a la obra tener un estilo, quitándole cualquier foco privilegiado de interés, aunque fuera el de la afocalidad, desplazando constantemente el uso de materiales y soportes, hacia la encarnación imposible del instante y su atemporalidad.

Esta obra, que nadie dice, sin duda conduce a la mirada de Orfeo, aquella que pierde lo que aprehende, tiene grandes consecuencias por el hecho de que la misma, como experiencia sensible, constituye una mirada radicalmente crítica. La obra de Meccariello está ligada al momento en que, antes de que se “devanezca” como arte efímero, se revela como arte de vanguardia, superando simbólicamente la realidad, con el objetivo de desbordar los límites del poder como expresión de un lenguaje de dominación y violencia.
Puede ser (me parece que no cesamos de comprobarlo) que cuanto más lejos va el experimento visual en la obra Meccariello, más debe mantener en alguna parte dentro de sí una reserva y algo así como un lugar que fuese una especie de no-pensamiento, inhabitado, inhabitable, algo así como un “pensamiento que no se dejase pensar”.
Tácita, atrae el lenguaje oblicuo, indirectamente, y bajo esta atracción, la del habla oblicua, deja hablar a su autor mediante un lenguaje de ruptura y cambio. La imposibilidad de escenificar la ilusión, el pecado, la culpa o la inmortalidad, es del mismo tipo que la imposibilidad de rescatar un nivel absoluto de la realidad. La ilusión ya no es posible porque la realidad tampoco lo es.
Este es el planteamiento del problema estético en “Los secretos mejor guardados” (instalación premiada en el año 2002, en el concurso de artes visuales de León Jimenes, de Santiago de los Caballeros), “La silla de Pilatos”, “Circo visceral 1 y 2” y “En forma de corazón ciego”, entre otras obras visuales, de este importante artista dominicano.
La transgresión, la violencia del discurso, la fragmentación y la negatividad, son menos graves, pues no cuestionan más que la significación o reparto de lo real. El orden establecido nada puede en contra de esto, está desarmado, ya que la ley es un “simulacro”, que como ha dicho Baudrillard, más allá de lo verdadero y de lo falso, más allá de las equivalencias, más allá de las distinciones racionales sobre las que se basa el funcionamiento de todo orden social y de todo poder. Es pues ahí, en la hiperrealidad y el desgarramiento, donde esta obra funda otra realidad más tensa, misteriosa y rica. Es ahí, por supuesto, donde la experiencia visual de Meccariello trasciende las ideologías, la razón y el ilimitado “telos”, creando una disonancia, signo de todo lo moderno, conserva por eso un atractivo sensible en la materialización de sus instalaciones, “collage”, entre otros medios y soportes, transfigurando su atractivo en antítesis, en dolor: es el originario fenómeno estético de la ambivalencia.
Una de las intuiciones más asombrosas de los dadaístas, sobre todo frente a la ingenuidad de los futuristas italianos y rusos, consistió en su tentativa por interrumpir el proceso: crear o presentar objetos que negasen la idea de producción y consumo, obras que fuesen inamisibles y, literalmente, indigeribles. La rebelión dadaísta no fue tanto un ataque a la producción artística como a la noción de consumo. Por eso fue una embestida contra el espectador, contra el público. Pero el dadaísmo afirmaba aquello que negaba. En los últimos años hemos presenciado tentativas aisladas de restauración dadaísta (máquinas de pintar y otras). Ninguna de ellas ataca la idea de consumo. La rebelión se transforma en pasatiempo.
En una entrevista en la televisión de Filadelfia se preguntó a Marcel Duchamp sobre la actitud que deberían adoptar los artistas ante esta situación. Contestó sin vacilar: “Desaparecer de la superficie, volver al underground. La dificultad estriba en que ya no hay underground. La sociedad moderna ha suprimido el arriba y el abajo, el aquí y el allá. No hay espacio. Nadie está solo pero tampoco nadie está acompañado. No hay underground porque no hay ground. La vida privada se ha vuelto la vida pública por excelencia. Nada está escondido pero nada está presente. La presentación simultánea de todos en un mismo espacio anula la presencia: todo es invisible”.

Quizá la respuesta consiste en regresar a la obra. Este regreso implica un cambio en la actitud del artista, no solo ante el mundo y sí mismo sino sobre todo frente a su trabajo. La obra sobrevive al mercado y al museo. También sobrevive al creador: Toda obra se cumple a expensas de su autor. Me parece que esta situación ya empieza a ser visible en varios artistas jóvenes dominicanos. Aunque no forman un grupo, todos ellos tienen nostalgia de la obra. No les interesa la producción de cuadros, sino la creación de un mundo dueño de su propia coherencia y materialidad. Entre ellos se encuentra Pascal Meccariello.

La obra de Pascal Meccariello no revela ni oculta. Esto quiere decir que no significa nada (pretendiendo abdicar el sentido bajo las especies del no-sentido), esto quiere decir que no significa tal como significa, sino que abre en su espacio sígnico, un poder, otro ajeno al poder del esclarecimiento (o de oscurecimiento), de comprensión (o de incomprensión).

Pascal Meccariello ejerce lo que Umberto Eco llama “poética de epifanía”. Los hechos referidos y hábilmente escamoteados cobran existencia solo al ser nombrados, de modo que la obra se sitúa en un paso de existencia superior en jerarquía al de la propia realidad. El hecho real cobra fundamento y vigencia, pero es tan inexistente que una vez nombrado desaparece: al final, y al principio, en esta obra solo interesa el gesto de nombrar y violentar cánones y valores establecidos, pues la misma queda fuera del canon que parece ser la referencia obligada de todo conocimiento y comunicación hasta el extremo de hacernos creer que solo tiene el valor de una metáfora, para muchos incluso dudosa. Sin embargo, Meccariello tiende a suspender la estructura atributiva del discurso visual, esa relación con el material mismo de su realización, implícita o explícita, que se plantea inmediatamente en nuestra tradición tan pronto como se realiza una obra como esta.

En esta tarea de reconstrucción de los resultados de la moral, la metafísica y la religión, se erosiona también ese lugar de posible seguridad que es la interioridad del yo. Así, el “mundo verdadero”, en Pascal Meccariello, acaba convirtiéndose en una terrible fábula, igualmente prefigurada y deshecha.

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