Si en la democracia es imprescindible aceptar las divergencias en medio de procesos organizativos y debates, la alegada falta de credibilidad que algunos expresan hacia la Junta Central Electoral no da derechos a ver los choques de pareceres más allá de lo que son: incompatibilidades que pueden y deben ser superadas. Insistir con retórica descalificadora contra el organismo es riesgoso y precipitado. No es razonable además cerrarse a banda contra sus disposiciones como si con ellas fuera a acabarse el mundo existiendo formas institucionales para procurar modificaciones e invalidaciones. Judializar diferencias en el proceso electoral, lo que algunos miran con preocupación, es vía legítima y promisoria hasta llegar a instancias finales como salida a disensos generados por fallos y fallas. La última palabra, sea cual sea.
La propia JCE sabe, y lo ha demostrado antes, que lograr aquiescencias de los partidos es uno de sus objetivos. Su arbitraje es flexible y lo refuerza una opinión pública que vela por el respeto institucional, reaccionando enérgicamente a cualquier extralimitación. La sociedad civil no está cruzada de brazos. Olfatea y habla. Que alguien trate de salirse con la suya, súbita o atropelladamente, es más difícil que antes. El consenso partidario, inicialmente de aceptación a la idoneidad y equilibrio de la JCE, no debe quebrarse de la noche a la mañana. No hay motivos suficientes para caer en eso.
Un “arrastre” muy particular
En la elección de sustitutos a legisladores renunciantes deberían respetarse las formas y dejarle claro a todos los ciudadanos que el discutible derecho de propiedad sobre las curules que ejercen los partidos cuenta al menos con la legitimidad de garantizar que la selección de remplazos no se funda en consanguinidades ni en contratos matrimoniales entre el que se fue y la que llega. Podría implicar discriminación a otras personas de la misma militancia y méritos similares pero de registros civiles diferentes.
No debe incurrirse repetidamente en traspasar funciones como si se tratara de ejecuciones testamentarias sin difuntos. Dejen eso a las monarquías. No debe parecer que se trata de una carrera de relevo en la que el competidor de hoy escoge a quien va a recibir los pingües beneficios que abandona.