Las sandalias mojadas

Las sandalias mojadas

Cuando llegué a la calle Colibrí me detuve en la esquina más próxima a la residencia de Edelmira; caminé a pie hasta la casa No. 15.  No tuve que tocar el timbre: Edelmira estaba afuera con una manguera en las manos regando el jardín.  –Buenos días, soy el agente de bienes raíces que le visitó por el anuncio de venta. –Ah, como está; tengo su tarjeta señor Tizol; pensaba llamarle para conocer de las operaciones de esa compañía inmobiliaria. –Yo vine para saber si usted tiene el título de la propiedad en regla y el plano del solar; si es así, podemos entregar los papeles al notario y formalizar la compra.

 –Entre y siéntese; no hablemos en la calle.  La viuda recogió la manguera con agilidad, sacudió sus manos y tiró la regadera sobre la grama.  Se apartó de la puerta para dejarme pasar primero.  Ocupé el mismo sillón donde me senté durante mi primera visita. –El señor Caperuzo está dispuesto a pagar la cantidad que pide por la casa.  Debemos establecer la fecha aproximada en que usted podrá desalojar la vivienda.  Recibirá el pago en cheque certificado, en una sola suma.  La viuda Edelmira, con blusa azul claro, pantalones de vaquero y sandalias, me pareció más joven que cuando la vi por primera vez.

–Ayer hablé con mi abogado para sacar duplicados de los títulos y papeles de la casa; antes de iniciar la venta quiero conversar con el cura de esta parroquia; fue quien asistió a mi marido en sus últimos días; me ha llamado por teléfono porque desea verme.   –A propósito de su marido, usted me dijo que con la casa dejaría algunos escritos o memorias que él redactó.  –Sí, claro que lo recuerdo; también esto lo arreglaremos después que vea al padre Servando.

–Doña Edelmira, he conocido a ese sacerdote hace dos días.  Es un hombre de indomable carácter; goza del aprecio de los vecinos de esta zona.  Me dijo que su esposo era una persona honrada, de conducta intachable con su trabajo, amigos y familiares.  Edelmira apretó los labios mientras yo hablaba, al tiempo que abría sus negros ojazos asombrados; con ambas manos separaba nerviosamente la yerba mojada de sus sandalias.

Escrito por: Federico Henríquez Gratereaux (henriquezcaolo@hotmail.com)

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