Nada hay tan expresivo como una lengua viva. Las lenguas son entidades históricas que contienen las “vividuras” de los pueblos; fracasos y dolores, lo mismo que triunfos y alegrías. Todo va a parar a la lengua, como a un foso o archivo que registra y conserva la vida efectiva de las sociedades. Las lenguas guardan recuerdos de hambres, despotismos, abusos; también de bailes, comilonas y festejos. Los vocablos transmiten miedo, infunden valor; pueden ser tristes, sensuales o excitantes. Las palabras son pequeñas “biografías colectivas”. Por eso cuando una lengua muere y deja de usarse, los vocablos se arrugan como cáscaras de frutas expuestas al sol.
A menudo palabras muertas del latín o del griego antiguo, encuentran vida prestada en las lenguas modernas y echan a andar de nuevo. En estos casos la historia vieja, atrapada en las palabras, forma parte del significado añadido en esa segunda aventura lingüística. La poesía está supeditada a las resonancias que las voces producen en el alma de los hablantes. Por eso no puede haber poesía en esperanto. El esperanto fue concebido como una lengua universal… que no hablaba nadie; si todos llegaran a hablarlo, entonces seria “la lengua de la humanidad”. El lingüista polaco Lázaro Luis Zamenhof creó esta lengua, con raíces de muchas lenguas y una estructura sintáctica indoeuropea.
El esperanto es un “constructo”, una mentefactura hecha con la mejor buena fe, para promover la hermandad entre los hombres de todos los países, por encima de las diferencias de culturas e idiomas. Se han traducido al esperanto algunas obras de la literatura universal: el Quijote, la Divina Comedia; pero poesía en esperanto seria como decir política en abstracto. El tuétano de la política es su concreción ejecutiva; el de la poesía, la instantánea corriente emocional y significativa.
Esa corriente opera a base de participación vivencial. Se pueden traducir las Rimas de Bécquer al esperanto; producir poesía en esperanto es cosa poco menos que imposible. En esperanto no existe “el huevo de Colón”, ni “la carabina de Ambrosio”, ni la historia de Mambrú. El místico San Juan de la Cruz escribió: “¡Oh cautiverio suave!/ ¡Oh regalada llaga!”. Sin él, Miguel Hernández no hubiese escrito nunca “La regalada llaga de tu sexo”.