Me lo pregunto atravesando ese territorio brumoso y conmovedor del presente. Siempre regreso a los años sesenta del siglo pasado, cuando siento que la vida me ahoga y no puedo escapar de sus designios. En mis escritos lo han podido comprobar una y otra vez. Uno vive y sospecha (empinándose sobre el derrumbe del lenguaje soñado) que la utopía tiene solo una forma privada de existencia: la literatura.
Y que nadie se puede vestir de fourierista, ni soñar con aquella isla paradisíaca de Tomás Moro, ni regresar a jugar su parte en la historia de las pasiones que estremecieron esos años duros. Pero siento que hay como un arco tendido, que une dos épocas, en las cuales este hombre y esta mujer de los años sesenta se frisan como en un gesto suspendido, y vueltos hacia la sociedad que antes cuestionaban, se quedan sin voz. Todo ha regresado. La ominosa y ciega historia del personalismo está ante nosotros, intacta, rediviva.
¿Para qué escribir, entonces? ¿Si todo regresa, qué es lo que hemos podido rescatar del derrumbe, de los derrumbes? ¿Es que todo ha sido inútil; y si Trujillo encarnó la corrupción y el autoritarismo anterior a su mandato, y Balaguer fue su relevo, y los gobiernos del PRD se tatuaron las prácticas tradicionales sin cambiar nada, y Leonel Fernández se sublimizó creyéndose un Dios tutelar, y Danilo Medina es más corrupción desenfrenada y un vaho de cinismo inaguantable; no se inclinan los medios teóricos extraídos de la más cruel experiencia, para defender el pesimismo político absoluto?
Yo no soy pesimista porque lo escribo. Mi vida personal no importa. Puedo leer otra forma de la violencia. Puedo descubrirle nuevos sentidos a la opresión del tiempo actual. Solo que silenciando un resultado histórico no se funda una acción.
Ni proclamando que lo escrito por mí tiene una sola certeza: la muerte. Porque uno escribe no para reconciliar a la sociedad en el lenguaje. Ni tampoco pregona su condición desgarrada para que los otros destilen el rencor. Ni mucho menos para fundar un acto de coerción que la pobrísima influencia de la literatura no tiene sobre la sociedad. Alguna vez creímos en el poder transformador de la obra literaria, aspirábamos al advenimiento de una sociedad justa, y hasta la prefigurábamos en el poema. ¡Ah, los del sesenta!
Escribíamos para desajustar el modelo. Como en la vieja función del arte, la catarsis del mundo griego, la representación permite una purgación de las bajas pasiones. Los griegos creían que el arte tenía una poderosa influencia en la vida social. Sus ideas del equilibrio los llevaban a controlar, en forma muy estricta, todas las manifestaciones de la palabra que aprovecharan lo extralógico del lenguaje. Pero ahora uno se enfrenta a una fuerza ciega, y lo que se escribe no llega a ser ni siquiera un acto de solidaridad. En la República Dominicana la palabra está prostituida. Aún más que la sociedad del espectáculo, la nuestra es la sociedad de la mentira.
Danilo Medina mintiendo una y otra vez sin que se le mueva un pelo, puede descorazonar más que un poema. Un tránsfuga economista, poeta o historiador que decide “luchar desde el confort” ante el Príncipe; jurando la deslealtad como si fuera un valor, te deja extasiado en la desnudez. No hay que ser pesimista para saber que hasta la esperanza es un riesgo en este país. Y que hay un espléndido desorden que desarregla el alma. Delante de tanta miseria moral y material, acaso, ¿no nos hemos trampeado la amargura?
Nada temo a la jauría oficialista, pero me lo pregunto: ¿Para qué escribir? ¡Oh, Dios!