No hay dudas de que se trata de una gran obra, aunque no tanto como para representar el inicio de una revolución en el transporte, como declaró hace unos días, pasado de contento, el presidente Danilo Medina, que debería poner atención primero a lo que está ocurriendo con su “revolución educativa” y el boicot que le ha declarado la ADP antes de empezar otra. Por lo pronto puede decirse que el Teleférico que construye en Gualey, que se espera beneficie a más de 300 mil personas residentes en 30 barrios del Gran Santo Domingo, ha servido para visibilizar su arrabalizado entorno y las precariedades que agobian a sus residentes. Gente que no quiere desaprovechar la ocasión para tratar de convencer al Gobierno, por las buenas o por los malas, de que les toque algo del progreso que supuestamente les traerá. Y no piden nada del otro mundo, como por ejemplo el asfaltado de las calles, que los residentes en Los Tres Brazos están demandando desde hace más de treinta años, o que los empleos que genere sean para alejar a sus jóvenes de la delincuencia y el microtráfico. Pero el progreso no se contagia por contacto como la gripe, mucho menos si el Gobierno carece de los recursos que le permitan satisfacer en el corto plazo esas demandas, que ya ha dicho atenderá “en el tiempo oportuno”. Antes de que tiempo y oportunidad se junten, sin embargo, el Teleférico y su arrabalizado entorno se habrán convertido en permanente recordatorio de las inconsistencias de una economía que crece y crece sin parar, como los espaguetis aquellos, pero que no puede conseguir que los beneficios de ese crecimiento lleguen a los de abajo, a los que tendrán que seguir mirando al cielo a la espera del improbable milagro que los sacará de la pobreza.