¿Dónde se supone que hagan sus necesidades fisiológicas las agentes de Amet de servicio en las intersecciones de nuestras avenidas o patrullando las calles en una ciudad que carece de baños públicos o cosa parecida? ¿Le prestaría usted su baño a un agente de Amet que toque apurado su puerta en estos tiempos en que policías y ladrones son prácticamente la misma cosa y ya no se puede confiar en nadie aunque lleve uniforme de general? Son preguntas que me dan vueltas en la cabeza desde que me enteré que la dirección de Amet canceló a un segundo teniente y un cabo de la institución a los que un ciudadano fotografió cuando orinaban en la vía pública, imagen que en las redes se convirtió en viral. La dirección de Amet hizo lo correcto, nadie lo discute, pues se trata de una violación a la ley, que debe medirnos a todos con la misma vara. Pero eso no responde ninguna de las preguntas que encabezan esta columna, que de ninguna manera pretenden justificar la acción o servir de atenuantes de un comportamiento a todas luces inaceptable. Por el contrario, solo dan pie a más preguntas; una de ellas inevitablemente tonta y la otra claramente capciosa, pero será usted quien decida cuál es cuál ¿Dónde está el pecado de esos agentes, en orinarse en la calle o en dejarse fotografiar? ¿Le hubieran impuesto una sanción menos drástica si esa fotografía no hubiera inundado las redes sociales y el tribunal sumarísimo integrado por sus acólitos no los hubiera condenado a la pena capital? Repito: no estoy justificando la acción de esos agentes. Pero este país sería muchísimo mejor si la ley se aplicara con igual rigor y dureza al grande y al chiquito, al que se roba dos racimos de plátano y al que cobra un peaje millonario por aprobar un préstamo o una ley, y lo mismo digo de los agentes de Amet que acaban de botar por orinarse en la vía pública y los jorocones que mandaron a una patrulla de la Policía a ponerle cocaína al Peregrino de Moca y andan por ahí como si tal cosa.