Reflexiones de un encierro

Reflexiones de un encierro

ODA A LA SOLEDAD
Ah soledad,
Mi vieja y sola compañera,
Salud.
Escúchame tú ahora
Cuando el amor
Como por negra magia de la mano izquierda
Cayó desde su cielo,
Cada vez más radiante, igual que lluvia
De pájaros quemados, apaleado hasta el quebranto, y quebrantaron
Al fin todos sus huesos,
Por una diosa adversa y amarilla
Y tú, oh alma,
Considera o medita cuántas veces
Hemos pecado en vano contra nadie
Y una vez más aquí fuimos juzgados,
Una vez más, oh dios, en el banquillo
De la infidelidad y las irreverencias.
Así pues, considera,
Considérate, oh alma,
Para que un día seas perdonada,
Mientras ahora escuchas impasible
O desasida al cabo
De tu mortal miseria…
Que apaga en tan insólita
Suspensión de los tiempos
La sucesiva imagen de tu culpa
Ah soledad,
Mi soledad amiga, lávame,
como a quien nace, en tus aguas australes
y pueda yo encontrarte,
descender de tu mano,
bajar en esta noche,
en esta noche séptuple del llanto,
los mismos siete círculos que guardan
en el centro del aire
tu recinto sellado.
José Ángel Valente

Por razones médicas, que no viene al caso ofrecer detalles en esta columna, estuve en “prisión domiciliaria preventiva” por varios meses. Gracias a la magia de la tecnología, he podido mantener el contacto con mis fieles lectores. Sí, ustedes, los que cada sábado leen esta columna y somos capaces de comunicamos y abrazamos gracias a la magia de las palabras, nacidas y escritas desde el corazón y la sensibilidad de un alma que también busca compañía y refugio en otras almas.

Estos meses de encierro obligado, indicado por los dueños y señores médicos, me obligaron a reflexionar. Ante la necesidad de estar prisionera en mi propio hogar, busqué con brío y ansias ampliar mi oficio con las palabras. Gracias a ellas pude sobrevivir los largos días, las miles de horas, minutos y segundos de soledad. Además de escribir, bloguear, escribir tuits, libros, ver TV y escuchar un poco de música, tuve tiempo de sobra para pensar, para reflexionar y hacer balance.

Cuando el cuerpo hace un llamado nos está hablando. Nos recuerda que somos finitos, vulnerables y débiles. A veces pensamos que somos indispensables en cualquiera de los ámbitos en los que nos desempeñamos. Creemos que si no estamos para cumplir con los deberes y tareas laborales, nuestro pequeño mundo se detiene y derrumba. Esta nueva ausencia me obligó, me enseñó que la vida sigue, contigo y sin ti. La sociedad tiene la necesidad de sobrevivir y las instituciones también. Eres una pieza y nada más.

Al inicio de la ausencia obligada de tus labores habituales, tus amigos y compañeros te llaman, te buscan, se preocupan; pero después, sus cotidianidades los envuelven, y las llamadas prolongadas de los primeros días se convierten en telegramas telefónicos, en pequeños mensajes de texto en el celular o el correo electrónico. Te agrada que te recuerden a pesar de sus propios problemas. Valoré a los verdaderos amigos y comprendí que ellos, junto a mi familia nuclear y ampliada, constituyen los principales elementos de mi pequeño universo existencial.

El tiempo sin tiempo, te hace redimensionar las pequeñas cosas. Vivir las horas sin agendas estructuradas y obligadas y poder contar con todo el tiempo para ti, me llevaron a pensar que las prisas impuestas por una carrera sin fin no nos enseñan a vivir. La vida se convierte en una vorágine de batallas, innecesarias y sin sentido la mayoría de ellas, convirtiéndonos en robots y prisioneros de agendas, de horarios y de metas arriesgadas, absurdas a veces.

La soledad me hizo rescatar el verdadero sentido de la vida y de las pequeñas cosas. Amo el amanecer, la caída del sol, la llegada de la noche para contar las estrellas. Amo la brisa cálida que me recuerda que el tiempo vuela, que se esfuma sin percatarnos.

Llenar las horas de palabras y de sueños, que conservo a pesar de estar en el otoño de mi vida, de haber vivido 58 primaveras, y que sólo me espera el invierno existencial, ha sido maravilloso para redescubrir la vida. Y me convenzo que las ilusiones constituyen los mejores motores para darle sentido a cada día de nuestra existencia.

Esta prisión domiciliaria impuesta, no pedida, me hizo aceptar el designio como llega, de no enfrentar las realidades no controlables, de asumir el dolor, el sufrimiento y la espera con alegría; sin negar, claro está, mi propia condición humana con múltiples sentimientos y preguntas. Me hizo ser obediente de las disposiciones de un señor de bata blanca, que por mi ignorancia en la materia, no tengo más remedio que aceptar y cumplir a cabalidad sus instrucciones como mandamientos divinos.

Aprendí en este encierro a ver mi casa en sus detalles, de amar más cada una de sus cosas, adquiridas gracias al esfuerzo y el trabajo. Hice conciencia del beso rápido de despedida que cada mañana me regala mi esposo, pero que recibía con la mente tan inmersa en los pendientes, que no hacía conciencia de que en ese pequeño gesto se concentraba el amor cotidiano y la decisión vital de seguir juntos hasta que la muerte nos separe.

Añoré las visitas de mis nietos, quienes ignorando mi condición requerían de mi risa, de mi alegría y mis energías para envolverme en su mundo de juegos e inocencia. Esperaba sus llegadas para presenciar la ruptura de mi estricto orden de mujer neuróticamente metódica que llega a veces a la irracionalidad y la incomprensión. Rescaté mi infancia y le enseñé a mi nieto mayor algunos de los arcaicos juegos que nos divertían. Disfruté del paseo sin rumbo con el pequeño Andrés, quien al aprender a caminar ha descubierto que el mundo guarda secreto en cada rincón de la casa, del patio y el frente de la casa.

Durante estos largos días, no participé en conferencias, ni paneles, ni programas de radio ni de televisión y me di cuenta que ellos continúan en su agitado curso y que siempre habrá otras personas que llenarán con palabras y opiniones sus espacios.

Ratifiqué mi amor por la escritura, del corazón y de la mente; porque cada palabra, cada idea que escribo es una extensión de lo que siento y pienso. Porque para mí, ya lo he dicho otras veces, escribir es una hermosa forma de vivir. Como me convencí de que sigo amando la magia de la enseñanza en esa dialéctica dinámica de ser hacedora, aprendiz y maestra…

Observando sin atención algún programa de TV, hice balance de mi vida. Me sentí dichosa de saber que he sido una mujer con suerte; que ha podido disfrutar del amor sincero y verdadero. Agradecí al Dios de la vida y a mis padres por el regalo de mis hijos, nacidos desde lo más profundo de mi corazón, de mis bellos nietos, de mis 8 hermanos, mis 22 sobrinos, los nietos de mis hermanos, de mis cuñados y cuñadas, porque ese conglomerado diverso, complejo y disperso, ha participado conmigo la aventura y maravillosa tarea de vivir.

Y finalmente comprendí, que el cuerpo te cobra, tarde o temprano, cada tensión, cada prisa, cada preocupación y cada desliz. Aprendí con dolor, la fragilidad humana, que no estamos hechos de acero, aunque lo creamos, y que la voluntad, por fuerte que sea, a veces se ve doblegada por la fuerza y el grito desesperado del cuerpo.

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