Reforma constitucional y democracia pactada

Reforma constitucional  y democracia pactada

Al inicio del proceso de la reforma constitucional que culminó en la proclamación y puesta en vigor de la Constitución de 2010, insistí reiterada y públicamente en el hecho de que toda reforma constitucional, para que la Constitución no fuese la mera expresión de la voluntad unilateral de una fuerza política, requería, aparte del consenso social de los ciudadanos y del consenso técnico de los juristas, un consenso político de las principales fuerzas políticas.

La razón de ello es obvia. La Constitución debe actuar promoviendo la unidad no solo en el sentido de la unidad nacional sino también en el sentido de que las decisiones en ella tomadas son expresiones de un consenso ciudadano y no son cuestionadas, por lo menos en lo esencial. Esta importante función de la Constitución, y cuya aprehensión es determinante para comprender la teoría de la Constitución, el Derecho Constitucional y la interpretación constitucional, es lo que Smend ha denominado la función “integradora” de la Constitución. Precisamente, cuando la Constitución no representa ya este consenso, o cuando surge de un consenso precario, es el momento de emprender la reforma constitucional.

Esta función de la Constitución queda claramente evidenciada en los casos de transiciones del autoritarismo a la democracia pactada, donde la Constitución manifiesta en su texto el carácter de compromiso entre las diversas fuerzas políticas y sociales. Cuando arribamos de los Estados Unidos al terminar nuestros estudios de posgrado, abogamos por la necesidad de consolidar una cultura política que favoreciese los pactos, lo que los sociólogos y politólogos denominan la “democracia pactada”. Precisamente ese había sido el tema de nuestra tesis de maestría en la New School for Social Research, en la que estudiamos dos casos paradigmáticos de transición negociada del autoritarismo a la democracia: los pactos en Colombia y Venezuela a fines de las décadas de los 50 y los 60 del siglo pasado. En dicho estudio, parte del cual fue publicado en el periódico “El Siglo”, gracias a la generosidad y apertura de su director, el Lic. Bienvenido Alvarez Vega, afirmábamos que un pacto entre las élites políticas era indispensable para sentar las bases de una democracia y de un Estado de Derecho, porque allí donde las élites desconfían del sistema era imposible establecer eficazmente los mecanismos de la tradicional democracia representativa.

Los convenios políticos que preceden a una reforma constitucional son expresión pura de este modelo de democracia pactada. Más aún, éstos –como es el caso del que pone fin al diferendo al interior del Partido de la Liberación Dominicana (PLD) respecto a la actual reforma constitucional- se constituyen, para utilizar la expresión del constitucionalista portugués Gomes Canotilho, en una verdadera decisión pre-constituyente que marca el curso de la reforma constitucional en la Asamblea Nacional y que, una vez aprobada la misma, sirve en gran medida como guía hermenéutica en la interpretación de los textos constitucionales aprobados. Tales decisiones pre-constituyentes son comunes en los procesos de reforma constitucional, como lo evidencia el pacto en Argentina (1993) entre el presidente Carlos Menem y el ex presidente Raúl Alfonsín, denominado “Pacto de Olivos” y que fue suscrito en un momento en que los radicales estaban divididos entre quienes apoyaban y quienes se oponían a la reforma, tras conversaciones secretas sostenidas entre Menem y su antecesor.

Si Miguel Vargas, como presidente del Partido Revolucionario Dominicano (PRD), y como se lo han solicitado los diputados de ese partido, promueve con el Presidente Danilo Medina y el PLD un consenso para un conjunto de reformas políticas, institucionales, sociales y políticas, esto vendría a ser expresión de esta democracia pactada a que nos referimos. A pesar de que muchos podrían ver este consenso como “satánico”, lo cierto es que el mismo se produciría entre dos fuerzas partidarias que comparten el mismo ethos liberal y social demócrata, que son hijas del mismo líder Juan Bosch y que podrían contribuir mancomunadamente a la mejor gobernanza de la nación con el diseño e implementación de políticas públicas a largo plazo. En una época en que comunistas, socialdemócratas y demócrata cristianos han gobernado por décadas en coalición en Chile y cuando se habla incluso de un pacto entre dos fuerzas tradicionalmente antagónicas como el Partido Popular y el Partido Socialista Obrero Español a fin de relanzar la cansada democracia española, tal consenso sería incluso natural.

Más aún, y como lo resaltan en su misiva los diputados del PRD, el apoyo a la reforma constitucional como paso previo a ese necesario consenso, permitiría transitar de un modelo que, si bien prohíbe la reelección presidencial consecutiva, propicia en realidad la reelección indefinida alternativa y, por ende, el caudillismo y el continuismo. Esto, sin duda alguna, debe contribuir no solo a la alternabilidad democrática sino también a la circulación de las élites partidarias, base indispensable para el fortalecimiento institucional de los partidos y de la democracia interna al interior de los mismos.

Ojalá que Danilo Medina y Miguel Vargas puedan echar a un lado las tradicionales posiciones antagónicas y, como diría José Francisco Peña Gómez, ver más allá de la curva y sentar las bases de un acuerdo para hacer acuerdos. Si eso ocurre, como es el reclamo de los diputados del PRD, eso dirá mucho de la salud de nuestro sistema político y de la posibilidad de enfrentar juntos los retos que debe afrontar la nación y asumir las reformas que ya se hacen impostergables.

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