Rousseau en tiempos de Trump

Rousseau en tiempos de Trump

Entre las teorías que explican el fenómeno de Donald Trump y el neopopulismo en ascenso en Europa, hay una, no muy comentada, o por lo menos, no tanto como la hipótesis Polanyi o la del fin del liberalismo de identidad de Mark Lilla. Esta teoría, adelantada por el escritor Pankaj Mishra, autor de varias obras, entre ellas “De las ruinas del imperio” y “Edad de la ira: una historia del presente”, y que podríamos denominar la “hipótesis Rousseau”, establece que las ideas del famoso filósofo Jean Jacques Rousseau podrían ayudar a entender la génesis y la lógica de este fenómeno. ¿En qué consiste esta hipótesis? Veamos…
Rousseau, contrario a los filósofos que fueron sus contemporáneos en el siglo XVIII (Diderot, Voltaire, etc.), partidarios todos de las ideas de la Ilustración, sostuvo que la civilización basada en la razón acarreaba el deterioro moral de los pueblos, que no debía separarse la Iglesia del Estado y que el “buen salvaje” vive mejor en el “estado de naturaleza” que en la sociedad, caracterizada por la inmoralidad y la desigualdad. En otras palabras, más que un ilustrado, Rousseau, al posicionarse en contra de la modernidad emergente y erigirse en defensor de la categoría “pueblo”, que él -podría decirse que- inventó, en verdad fue un quinta columna de la Ilustración, un enemigo interno de dicho movimiento, en el momento mismo en que las ideas del Iluminismo comenzaban a difundirse por toda Europa.
Ahora bien… ¿Qué tiene esto que ver con Trump? Conforme explica Mishra en varios artículos publicados en “The New Yorker” (1º de agosto y 14 de noviembre 2016), Trump, al igual que Rousseau, se posiciona en contra de una elite intelectual y cosmopolita y proclama defender los derechos del ciudadano corriente, del hombre y la mujer de Main Street, de esos ciudadanos a quienes Hillary Clinton en una ocasión llamó “deplorables”, que están en contra de la globalización, de los derechos de las minorías, de los migrantes y de las políticas implementadas por los liberales estadounidenses y apoyadas por la izquierda académica. Por otro lado, Rousseau, al igual que Trump, es partidario de excluir a los extranjeros de la comunidad política, pues “el espíritu patriótico es un espíritu excluyente que nos induce a mirar como extranjero y casi como enemigo a quienquiera que no sea nuestro conciudadano”; de ahí que “todo patriota es duro con los extranjeros (…) que no son nada”. También favorece excluir “a las mujeres y a los esclavos, sometidos al poder de sus maridos y sus dueños” y a aquellos “que han quedado deshonrados por un crimen o una conducta vergonzosa cualquiera”. Finalmente, las de Rousseau y Trump serían “vidas paralelas”: ambos son miembros de la elite, que no se sienten acogidos por esta y que, por resentimiento y narcisismo, buscan constantemente el reconocimiento de sus conciudadanos.
Sin embargo, es mucho lo que separa a Rousseau de Trump. Es cierto que ambos comparten su desconfianza hacia la ciencia -manifestada en el caso del estadounidense por su negativa a reconocer los efectos más que probados del cambio climático- y que los une la defensa –claramente hipócrita en el caso de Trump- del pueblo contra la elite. Pero el Rousseau que señala que “los príncipes siempre ven con agrado la difusión, entre sus súbditos, del gusto por el arte de la diversión y lo superfluo”, no estaría a gusto en un gobierno de Trump, articulado alrededor del poder de las redes sociales y de la política como “reality show”. Por otro lado, tampoco un hombre de la fortuna, ideas y conducta de Trump estaría de acuerdo con esta aseveración de Rousseau: “Las leyes siempre son útiles a los que poseen y perjudiciales a los que nada tienen. De lo que se sigue que el Estado social sólo es ventajoso para los hombres cuando todos tienen algo y cuando ninguno de ellos tiene demasiado”. Es obvio entonces que Rousseau y Trump constituyen un verdadero encaste de maco y cacata.
Rousseau es actual más bien por la clara connotación totalitaria de su pensamiento. Estamos ante un pensador que no tuvo empacho en afirmar que “quienquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado a ello por el cuerpo entero, lo cual no significa otra cosa que se le obligará a ser libre”. Pero no vaya a pensarse que esa voluntad general es fruto de las elecciones. No. Para el filósofo ginebrino, esta no es la suma de las voluntades individuales sino aquella surgida de todos quienes pueden efectivamente saber lo que es mejor para ellos. Y es que, se pregunta, “¿cómo una multitud ciega, que a menudo no sabe lo que quiere, porque no suele saber lo que es bueno para ella, ejecutaría por sí misma una empresa tan grande, tan difícil, como es un sistema de legislación? El pueblo por sí mismo, quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve por sí mismo […]; el público quiere el bien que no ve. Todos necesitan guías. […] He aquí la necesidad de un legislador”. Es decir, un líder, un jefe. El problema de Rousseau no es que defienda al pueblo. Su problema consiste en que la democracia que propone termina siendo una democracia plebiscitaria y mesiánica, conducida por un líder que, desde el primer momento, deja de ser ese “poder obedencial” al pueblo que ingenuamente propone Enrique Dussel y que, no solo arrasa con las instituciones de control del poder, sino con los propios mecanismos de legitimación democrática, como evidencian los populismos realmente existentes (ej. Venezuela, Nicaragua). Con Rousseau tenemos lo peor de ambos mundos: una democracia no solo iliberal sino que, a fin de cuentas, deja de ser democracia.

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