Saber escuchar

Saber escuchar

POR LEÓN DAVID
No sé para quién escribo ni sé quiénes me leen. Haciendo a un lado a los amigos que casi por obligación –la amistad incluye a veces enojosos sacrificios- se toman la molestia de enterarse de lo que publico, y excluyendo a las contadas personas que, ya sea por medio de cartas, ya en casuales encuentros, me han manifestado su interés por las cavilaciones que periódicamente entrego a la benevolencia de estas páginas, desconozco totalmente qué opinión le pueden merecer al lector mis semanales ejercicios de introspección.

Y a mí, de más está decirlo, me concierne muchísimo lo que tú, misterioso colega de mi aventura humana, puedas pensar. De manera que cuando el azar me pone en contacto con alguien que me lee y tiene la franqueza de referirme la impresión que estos escritos le proporcionan, escucho con extremada atención sus palabras. Pues ninguna experiencia me parece tan enriquecedora ni tan cautivante como la de verme reflejado en la conciencia de los demás. La confrontación de la propia experiencia con la experiencia ajena es lo único que permite formarme una imagen adecuada y coherente de mí mismo. Y derramar luz sobre esa imagen, definirla cada vez más, es justamente la empresa en la que, contra viento y marea, estoy embarcado. No es otra la razón de que, cual colegial atento y disciplinado, me vuelva todo oídos cuando alguien expresa algo de mí. Al proceder por semejante modo paso revista a mis viejas creencias, acaso esclerosadas, me veo forzado a contrastar los supuestos axiológicos de los que parto con las nuevas informaciones que recibo, lo que, hasta donde he podido comprobar, tiene el saludable efecto de reducir al mínimo el peligro de estancamiento al que tan fácilmente suele sucumbir el común de la gente por simple comodidad mental y flaccidez anímica.

 La pereza, en ninguna de sus manifestaciones, es parte de mis cualidades. Prefiero modificar en toda ocasión, cuantas veces la realidad me lo demuestra necesario, los criterios que he adquirido acerca de cuanto me rodea, por ingrata y laboriosa que esa tarea resulte, antes que seguir atado a antiguas convicciones no sujetas a la crítica transformadora de la vida. De ahí que la reacción del lector ante mis escritos esté lejos de serme indiferente. De ahí que haya desarrollado como una de mis más preciadas virtudes la capacidad para escuchar, para volverme receptivo a los planteamientos ajenos…

 Porque se me antoja que el grueso de la gente raramente escucha lo que el vecino tiene que decir. Actuamos de manera estrechamente selectiva y acogemos sólo aquella información que tiende a confirmar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. De partida, parejo comportamiento dificulta la posibilidad de una relación socialmente fructífera. Lo que no corrobora los propios intereses y valores es de inmediato puesto de lado, ya sea mediante el mecanismo de “no oír”, “no entender”, ya sea en razón del bloqueo de la censura previa y la expedita negación: desacredito, le resto fundamento a cualquier idea que parezca oponerse a aquello en lo que creo. Y estamos tan habituados a proceder de esta manera que a menudo el intercambio de opiniones degenera en verdadera batalla campal. Mientras la otra persona me expone sus puntos de vista, yo, en lugar de atender a lo que dice, estoy preparando los argumentos con los que voy a impugnar y a embestir. La inseguridad es la madre de la agresión. Sólo los inseguros se sienten siempre compelidos a defenderse apelando a la violencia. El miedo obra por modo tal que la persona termina osificando sus actitudes, su conducta, sus ideas. En el territorio de la inseguridad, cualquier cosa que no encaje dentro del inconmovible armazón bajo el que intenta el inseguro protegerse, resulta inquietante, amenazadora y, por tanto, moviliza el temor –manifestación básica del instinto de supervivencia- hacia cualquiera de las dos únicas direcciones por las que pareja emoción se enrumba: hacia la huida o la agresión.

 El inseguro necesita desesperadamente que los demás crean en lo que él cree; exige que la opinión ajena se ajuste punto por punto a la suya; tiende a lo monolítico y estático así presuma de ser portavoz del cambio cuando no de la revolución. Y esto ocurre en la forma en que lo he descrito porque quien no ha sabido encontrar en sí mismo su propio centro, ha tenido que forjar su auto-imagen empatando a duras penas trozos y fragmentos de una realidad externa no asumida vivencialmente, la cual, por descontado, sólo puede aspirar a justificarse merced a la plena y constante aceptación de las demás personas. Así lo que otros dicen y hacen empieza a determinar las pautas fundamentales de la conducta del que teme. Deja de ser autónomo –si alguna vez lo fue- y se convierte en una suerte de autómata que reacciona de manera reactiva y unilateral frente a los contados estímulos que aún le movilizan interiormente.

 No es otro el motivo de que me empecine en abrir los oídos al que de mí disiente. Le he perdido el miedo a la discrepancia, quizás porque los criterios reñidos con los míos no socavan ninguna estructura defensiva de mi personalidad. Y es que nunca le he hecho ascos a la idea de cambiar y transformarme. Muy al contrario, eso anhelo y nada en el mundo podría complacerme más.

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