Sacristía y patibulo

Sacristía y patibulo

Esa se acalla. Sin nombre pero con indulgencia. No amerita calistenias ni caminatas, gritos ni desesperados intentos de redención. Esa retrata, inculpa. Descubre fragilidad y poses. Esa, sin pañoletas ni camisetas, sin primera páginas ni trendingtopic. Impunidad sin apóstoles de la ética propalando que quieren un país mejor, el propio, el suyo, con sus reglas irrompibles. Existencialismo de nuevo cuño por aquello de Sartre y el infierno son los otros, no nosotros. Sin vocería ni indignados. Algunos, audaces, podrían recurrir al argumento de la vida privada para justificar el crimen. Asunto de voluntad que el menor acepte las golosinas de su victimario y luego lo complazca.
Impunidad sin colores ni estrategias, doliente y estremecedora, sin cuentas cifradas ni opulencia. Sobrevaluación del contubernio con escapulario, fotografía al lado del Papa y audiencia privilegiada para exhibir mantilla. Tanta culpa detrás del afán redentorista, tanto incienso ahogando responsabilidad y perfumando infracciones. Tanto kiryeeleison con manos manchadas y conciencias rotas. Pontifican y apuestan al caos, porque sí. Wesolowski deambulaba por albañales urbanos, con cachucha y sin túnica, buscando víctimas, tasando la miseria para conseguir placer, antes de la degustación de exquisiteces. El nuncio compartía sonrisa con esa canalla que atiza sin prever y deshonra porque sí, por esa inconformidad recostaba en la molicie que detesta reivindicaciones de la gleba. Esa chusma que no puede compartir el paraíso con quienes pagan para recibir el perdón social y convierten infracciones en pecados. De ese modo, divino será el castigo, los tribunales para los demás. Una legión de simoniacos posaba, a la diestra y siniestra del pederasta y pornógrafo irredimible. El prestigio y la desfachatez alzaban copas con el infractor rubicundo y satisfecho. Poco les importaba el crimen, en su agenda estaba otra cosa. Para tanto no alcanza la piedad ni el entusiasmo. Esporádico, acomodaticio.
La ocurrencia, más que descrita, de culpables sin culpas no emociona. Queda la agonía y el descrédito para el abusado, la sagacidad para sobrevivir humillado, apaleado. Es una práctica delictual que no alborota. El crimen de Hainamosa es reiteración. Casa Curial, sacerdote, monaguillo, abuso, silencio. Fray Meregildo Díaz, Director del Centro Infantil ubicado en esa comunidad, había debutado con dos asesinatos. El mismo trámite: abuso, miedo y muerte. Solo queda ratificar, repetir, repudiar la fragilidad de estribillos y aspavientos píos. Pujos de una moralina dúctil. La confesión de Taveras Durán, otro sacerdote pederasta, pauta el inicio de la investigación. También confirma la existencia del arquetipo y de la pasividad de la grey. Esa misma que es soliviantada por otros vientos. Colectivo perverso que no se rebela sin llamada. Submundo de la connivencia que necesita lema.
“Todos los niños, niñas y adolescentes tienen derecho a la integridad personal. Este derecho comprende el respeto ala dignidad, la inviolabilidad de la integridad física, síquica, moral y sexual, incluyendo la preservación de su imagen, identidad, autonomía de valores, ideas, creencias, espacio y objetos personales. Es responsabilidad de la familia, el Estado y la sociedad protegerlos, contra cualquier forma de explotación, maltrato, torturas, abusos o negligencias que afecten su integridad personal.” Ahí está la consigna, la sirena que debe concitar respaldo para ocupar las calles exigiendo sanción condigna para este sujeto y para tantos aposentados en las madrigueras eclesiásticas. Acechando en los recreos de colegios, en el catecismo, detrás de la pila bautismal. Desde el púlpito fustigan a los fariseos y esperan golosos a la muchachada, después del sermón. Confesores onanistas, que escuchan relatos pueriles con la mirada perdida y la sotana manchada. Ladrones de la dignidad, asesinos que disfrutan la conmiseración ajena y se conforman con la eventual contrición. Usurpadores del sosiego y del presente de la infancia secuestrada, temerosa, que soporta el atropello sin defensores. Así como las estadísticas muestran el horror en casa, el recuento de incestos y estupros cotidianos, la sacristía es patíbulo para la inocencia. El patriarcado niega a los varones la denuncia. Los incrimina dos veces. La indiferencia colectiva, avala. Es complicidad.

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