Sembrar cemento y cosechar inundaciones

Sembrar cemento y cosechar inundaciones

No podemos culpar a María de todas estas inundaciones, que han arrojado 26 mil damnificados, un millar de viviendas destruidas o averiadas, una treintena de comunidades incomunicadas, puentes y carreteras dañadas, 27 acueductos fuera de servicio con casi medio millón de personas sin agua potable ni electricidad y pérdidas multimillonarias en la producción agrícola. Después de todo ese monstruoso huracán evadió golpear de lleno el país, como hizo con Dominica y Puerto Rico, convertidos en ruinas.
Dos semanas antes también nos pasó de lado Irma, otro monstruo atmosférico, que acabó con Bermudas y San Martín y dejó graves daños en Cuba y La Florida, resultado de las descomunales agresiones contra la naturaleza en que se ha empeñado esta civilización depredadora. Con el agravante de que las peores catástrofes afectan a los más pobres, a los países más vulnerables por su posición geográfica y sus condiciones de vida.
Aquí hace tiempo que ya no precisamos de un huracán para ver los resultados de esta última semana. En octubre y noviembre del año pasado, sendas vaguadas causaron tanto daño como ahora. En años anteriores, tormentas fuera de la temporada ciclónica resultaron devastadoras, como las denominadas Olga y Noel en el 2007.
Y así seguirá ocurriendo, ya que hemos destruido los lechos de los ríos, extrayendo sus agregados para levantar las edificaciones que tanto enorgullecen a los dominicanos, como signo de progreso y modernidad. Buscar los agregados en las minas terrestres identificadas hace tiempo costaba mucho más porque están más distantes y hay que triturarlos, y para qué si los ríos están ahí a orillas de nuestras grandes urbes. Hemos sembrado abundante cemento y estamos cosechando inundaciones.
Un dramático ejemplo de esas depredaciones son los ríos y arroyos de San Cristóbal, que aunque fundamentales para dar agua a más del 40 por ciento de la población dominicana, han sido sistemáticamente saqueados a la vista de todos. Durante años los grupos ecologistas y los expertos han venido advirtiendo de las consecuencias, pero ha podido más el poder de los traficantes y constructores.
Todavía el mes pasado se denunciaba que persistía el saqueo del hace tiempo degradado río Nigua. En marzo el senador Tommy Galán emplazó al Ministerio de Medio Ambiente a detener la depredación de esa importante fuente fluvial. Una y cien veces se anuncia que se terminó la explotación abusiva de los lechos fluviales, pero no hay manera de hacerlo cumplir.
Y así seguimos de tormenta en tormento, sin que podamos asistir a los damnificados. Menos de la mitad de los que perdieron sus viviendas o sufrieron graves daños en octubre-noviembre del año pasado, han recibido el auxilio gubernamental. De 41 mil millones de pesos en que fueron evaluados, sólo se les ha podido destinar 20 mil millones, según la versión más optimista.
Mientras tanto, el fulgor del cemento y la concentración de la riqueza siguen impulsando a los dominicanos a emigrar al borde de la modernidad, incentivados por las persistentes pérdidas en los pequeños cultivos, generadas por las inundaciones, para sobrevivir en condiciones extremas de vulnerabilidad.
No culpemos de nuestras imprevisiones, inequidades e iniquidades a los huracanes Irma y María. Mejor será que nos vayamos preparando para la catástrofe a que nos conduce nuestra creciente vulnerabilidad, cuando nos toque un monstruo de la categoría de los que apenas nos han rozado en este mes. Entre 1930 y 1998 nos destrozaron cuatro grandes huracanes, San Zenón, Inés, los gemelos David y Federico, y George, por lo menos uno cada 17 años, y del último ya han pasado 19. Nuestra pobreza y miseria no necesitan ser desnudadas, es que sus intimidades están a la vista de todos.

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