Señas, poder y Tribunal Superior Electoral

Señas, poder y Tribunal Superior Electoral

Jesús Santrich, exguerrillero de las FARC, electo recientemente legislador en Colombia, ha sido pieza clave en un proceso de pulso entre la institucionalidad y las garras de la política, revelador del afán de sectores partidarios en todo el continente de caricaturizar la justicia, haciéndola un instrumento personal. Afortunadamente, frente al reclamo de extradición e interés del Presidente Iván Duque de que la razón política se imponga sobre el derecho, el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Álvaro Fernando García, vía una decisión del órgano, no sólo negó el reclamo de la autoridad gubernamental, sino que estableció lo importante para un sistema que la justicia no se reduzca a obedecer al poder. Así acontece en sociedades donde los límites del ejercicio político están claramente definidos.
En el país luchamos a diario por disolver el fantasma autoritario que seduce una gran parte del bestiario partidario que, administra a su antojo, los mecanismos de elección del aparato institucional pretendiendo “dirigirlo” sobre el criterio de que los agraciados le deben el favor. El pasado cuerpo directivo del Tribunal Superior Electoral (TSE) jugó un papel estelar en el acomodo de sentencias íntimamente asociadas a los vientos del oficialismo, con tanto descaro, que tres de ellos pululan entre el servicio exterior, la nómina del Senado y la representación del PLD en la Junta Central Electoral.
La reacción pública del presidente de la cámara alta y secretario general del partido de gobierno respecto de la sentencia 012-2019, emitida por el TSE, pone de manifiesto el criterio político, las expectativas creadas en el corazón del oficialismo alrededor de la situación del PRD y el marcado interés de generar miedo en los estamentos de la justicia en todo lo concerniente a “decisiones” contrarias a la agenda gubernamental. Inclusive, las señales se tornan burdas porque cubren en “reconocimiento y distinciones” la preservación de una alianza provechosa en el marco de la rentabilidad financiera para el sector que administra las siglas del partido blanco y bastante útil para un PLD fascinado por validar una opción disponible para travesuras fácilmente identificables.
Los días por venir serán importantes para un TSE que ha sido objeto de acoso de un poder político claramente identificado con la idea de que, en la actual coyuntura, la política debe imponerse sobre el derecho. Esencialmente, con un reloj electoral que podría servir de excusa para un ejercicio de pragmatismo inmisericorde capaz de facilitar a reconocidos voceros y abogados desbordamientos verbales en plena audiencia por sentirse respaldados por vientos palaciegos con vocación de conseguir sentencias favorables como resultado de auscultar, pervertir y falsificar aspectos privados de magistrados. Parecería un modo de actuación perversa, y lo es, lo dramático es que el modelo logra debilitar a gente frágil e incapaz de mantener posturas frente al poder. Gracias a Dios, no todos se doblan.
El gobierno tiene sus manos metidas en los procesos de decisión del Tribunal Superior Electoral (TSE) porque en el marco de los acuerdos políticos PLD-PRD, la franja cercana a Danilo Medina consiguió hacer de Miguel Vargas Maldonado un instrumento de sus propósitos. A los efectos, la sentencia que ratifica su postura inicial y enviada por el Tribunal Constitucional en revisión, generó un descuadre en la agenda oficialista porque retardó acciones, como la de hacer del partido blanco el vehículo de mayor utilidad en la carrera de modificación constitucional.

Los intentos de constituirse en autoridad partidaria modificando los estatutos, rompiendo con la tradición de participación de las bases y transformando métodos indefendibles ante el régimen de valores democráticos elementales, demuestra el aliento del poder porque ninguna autoridad electoral comprometida con interpretar el nuevo ordenamiento consignado en las leyes 33-18 y 15-19 puede justificar mediante sentencia las locuras revestidas de “legalidad” en capacidad de hacer del político más impopular, dirigente “electo” en un proceso convencional.

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