Sergio Pitol en Santo Domingo

Sergio Pitol en Santo Domingo

Conocí a Sergio Pitol en 2001, cuando vino por primera vez a nuestra Feria Internacional del Libro. Fui su edecán. Lo llevé por la Ciudad Colonial. Me pidió que le recomendara un buen restaurante de la ciudad histórica. Al salir, caminamos por El Conde. Recuerdo que tenía que hablarle fuerte de un solo oído. Me reiteraba que debía hablarle del lado izquierdo, pues no oía bien del lado derecho. Era alto, de hablar lento y tartamudeante.

Durante su primera visita al país, una profesora de letras de la UASD les asignó las obras de Pitol a sus alumnos, con quienes este sostuvo un extenso diálogo matinal. Se sintió feliz, me confesó. Me dijo que era la primera vez que asistía a un conversatorio con estudiantes -que habían leído sus novelas. La segunda ocasión fue a la Feria del Libro de 2005. Sugerí su nombre. Volví a ser su anfitrión, y esta vez lo visitaba diariamente a su hotel. Me recibía sonriente, con un cigarrillo entre los dedos-o en los labios. Esa vez trabajaba en la escritura de una conferencia sobre Cervantes. En una de esas visitas matinales, fui con mi hijo Jean Paul, y recuerdo que me dijo: “Tu hijo saldrá más alto que tú”. Y acertó. Cada día solía recogerlo en mi carro para visitar la ciudad -o la feria del libro. Lo invité a comer a un restaurant de la ciudad, en compañía del escritor y diplomático mexicano José Luis Basulto. Esta segunda visita de Pitol al país fue fructífera, ya que fue objeto de una cálida recepción en la Rectoría de la UASD -de la cual guardo decenas de fotografías.

La primera vez que vino a la Feria Internacional del Libro, los asistentes se podían contar con los dedos de una mano. Entre el público, recuerdo que se encontraba Antonio Skármeta. Esa conferencia fue sobre la amistad entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes. La segunda ocasión en que nos visitó, el público era mayor, pero nunca el que merecía su estatura de gran escritor. En esta oportunidad tuve el honor de presentarlo. Después del Cervantes, empezaron a crecer aquí, y en el mundo hispánico, sus lectores. Sus libros, editados por la editorial mexicana ERA, y luego por Anagrama, crecieron y se difundieron: La vida conyugal, El viaje, El desfile del amor, El mago de Viena… (me dijo que era el libro que más le gustaba).
Al ser efímeramente subdirector de la revista Xinesquema, con Ángela Hernández de directora, esta me pidió que le hiciera una entrevista a Pitol. Procedí a enviarle un largo cuestionario, que apareció en las páginas de aquella desaparecida y formidable revista. Su segunda visita, acaso fue premonitoria, pues pocos meses después, ganaría el prestigioso Premio Cervantes. Lo celebré con orgullo, ya que tenía de amigo a un Premio Cervantes. Sin embargo, de inmediato, supuse que, la fama que le sobrevendría, afectaría el intercambio por correo electrónico y por teléfono, que, hasta ese instante, habían sido fluidos. “Yo no puedo creer. ¿Qué te parece? Yo no puedo todavía creer lo que ha pasado”, me dijo, eufórico, al ganar el premio.
Yo había leído de Pitol Domar a la divina garza en New Mexico State University, en 1995, pero no fue sino a partir de la amistad con él, donde nació mi admiración por sus novelas, cuentos y traducciones. Un gesto de profunda generosidad conmigo fue cuando me envió por correo postal un paquete con cinco de sus libros, todos dedicados. “Ahí te envío como castigo mis libros para que tengas que leerme”, me dijo. Sentí orgullo y también, no lo niego, un gran desafío. A partir de ahí, inicié la travesía de lectura de sus libros. El arte de la fuga me deslumbró. Escribí sobre este libro anfibio entre la narración, el ensayo y el diario, una reseña en la prensa, que luego le envié -y que reuní en mi libro Soberanía de la pasión. Le envié el libro en reciprocidad. También cuando publiqué El imperio de la intuición, pues en este incluí la entrevista que le había hecho para aquella revista.
Volví a verlo, por tercera vez, no ya en Santo Domingo, sino en la Ciudad de México, en 2006, cuando fui a una reunión del CERLALC. Esta vez le avisé que estaría en su patria. Me dijo que quería presentarme a Jorge Herralde, su editor de Anagrama, pero este tuvo que marcharse antes. Por fortuna, Pitol tenía viaje ese mismo día al DF, desde su domicilio en Xalapa. Me invitó a comer a un restaurant de Coyoacán, junto a la novelista y amiga Rosa Beltrán. Fue una tarde espléndida de evocaciones y conversaciones. Recuerdo que Sergio me dio un tour por la ciudad universitaria con su chofer. Al entrar a la librería de la UNAM, me preguntó: ¿“Conoces a César Aira? ¡Es una maravilla!”. Le dije que lo haría, y sin titubear, compré El congreso de literatura. Así que a él le debo mi devoción por Aira. Desde que nos despedimos, en aquel restaurante del casco histórico, no nos volvimos a ver. Pero siguió el intercambio epistolar, vía electrónica. Cuando nació en Nueva York mi segundo hijo, Amadeus, le escribí desde allá y le di la noticia. Me respondió, colmado de alegría: “¡Te felicito por el nacimiento de Amadeus!” Así era de sencillo, educado y cortés. Lo prueba la sinceridad de sus palabras.
Desde que perdió el habla, perdimos el contacto, y ya no le quise escribir más. Creo que los síntomas de esa lamentable enfermedad empezaron a dar signos, a través de la sordera de uno de sus oídos. Cuando le hablaba, daba un giro raudo para oírme, y yo le repetía. Casualmente, la afasia empezó a acentuarse desde la concesión del Premio Cervantes. Dice el periodista Juan Cruz que su enfermedad lo obligó a “caminar de medio lado”. La afasia lo condujo a saludar de lejos, cuando ya no tenía palabras; pero nunca abandonó su infantil sonrisa. Lector de los clásicos, amigo de grandes autores (Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Juan Villoro y Vila-Matas), este xalapeño entrañable, trotamundos y fumador, acaba de irse a un mundo más clásico. Fue pues un “clásico secreto”, al decir de Juan Cruz.
Pitol desarrolló una vida más de escritor, diplomático y traductor que de intelectual, lo que le permitió conocer Europa desde muy joven, y leer a autores del este europeo. Estuvo alejado de su patria por más de un cuarto de siglo. Leyó y tradujo a muchos escritores por primera vez al castellano, como Witold Gombrowicz, Jerzy Andrzejewsky, Henry James, Joseph Conrad (acaso su mayor influencia). Vivió como diplomático en la URSS, Hungría, Bulgaria, Francia, España, China y Checoslovaquia. De estas andanzas y aventuras se nutrieron sus libros, que son una mezcla de literatura de viaje, memorias, ficción y crónica real. Acaso inventó un género literario híbrido, situado entre esas fronteras técnicas.
No escribió poesía, pero confesaba que era “lo máximo”. Siempre recordaré el consejo que me daba: “Saca dos horas diarias para escribir. Con eso es suficiente”. Ahora que ya no está con nosotros, ni entre nosotros, ni del otro lado de la palabra, la conversación seguirá con sus libros y sus personajes.

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