Sabe que puede y ha podido. Conoce cuánto cuesta el guiño que abre cerrojos, la cuota del desdén, de ese no me importa oficial que permite entradas y salidas, retiros y depósitos, órdenes de muerte y recompensa. Conoce el momento adecuado para el infarto, para el fingimiento de quiebra, para agredir con un bolígrafo a otro preso. Para el silencio y la mirada, la interjección y el desmayo. Sabe, sabe mucho y puede. Usa la extorsión, la maneja con destreza para atormentar y seducir con ofertas espléndidas y luego cometer fullería.
El ejercicio impune de su sadismo inveterado fue, durante un tiempo, parrafada silenciosa. El favor político, la astucia de sus abogados, construyeron el valladar. Escuetas crónicas regionales plasmaban sus infracciones. Pero el hombre reincidía. Perfeccionaba métodos. Ácido del diablo, disparos, violación, acechanza, torturas. Maestro indiscutible y creativo. Sus crímenes sucesivos impedían la excusa, agotaban las maniobras de sus defensores. Entonces el comentario no era murmullo ni injuria. Trascendió el chisme pueblerino y el asombro. Superó la crónica provincial. Porque su nombre estaba en la boca de los clientes de “Bader”, de barberías y talabarterías. Cruzaba la Calle El Sol y el limpiabotas del parque lo repetía. Sus tropelías rodaban por “Los Pepines” y “El embrujo” atravesaban “Villa Olga” y “Cienfuegos”, “Los Cerros”, “Esmeralda” y “La Joya.” Conversación obligada en “La Yagüita” y en las inmediaciones del “Monumento”, en el carga y descarga del “Hospedaje”, en el pregón de madrugada. Las aguas del Yaque llevaban la historia en su corriente, aunque la orquesta del Centro Español atenuara el eco, igual que el tañer de las campanas.
Desde Navarrete hasta Puñal, Adriano Román se convirtió en leyenda. Entonces también se enteró el cura, la policía y el ministerio público. Y el Código Penal no bastaba para su justificación. Faltaban eximentes de responsabilidad para exculparlo. Empero, el andamiaje procesal, defendido y redactado por manos impolutas, lejos del albañal de barrotes y alcantarillas penales, estuvo a su servicio.
La chicana ha sido su aliada. La norma procesal, las garantías establecidas para otro contexto y otro sujeto criminal, le permitieron llegar a la senectud tranquilito y si coerción y disfrutar de un encierro frágil desde donde puede disponer, pagar, amedrentar, estafar.
El horror que provoca asesta el golpe. Rinde. Sabe que ha vencido. Es dínamo que mueve un dedo acusador sin norte. A quién culpar. Cómo cantar victoria si la ancianidad impide la retaliación condigna. Ese hombre ratifica la convicción de derrota. Es la desolación, el triunfo del crimen que prosterna a jueces, a fiscales, a prebostes. El temor a la crítica y al libelo. Pánico al folletín que imputa en un segundo y sacrifica un intento. Es la exposición mediática, cuasi morbosa, de autoridades que, tal vez, con un pedestre día a día de decisiones, podrían lograr más que con el chispazo retórico que provoca aplausos y permite que siga el descalabro penal criollo.
Es que ocurre en Azua y en Rafey, en San Felipe y Najayo, en Higüey y La Romana. Y nadie tuitea cuando entran los camiones con maderas preciosas para adornar espacios en las cárceles, cuando llegan las menores de edad para diversión de condenados. Nadie mira las cajas de güisqui, los televisores, los acondicionadores de aire. La autoridad ignora que desde patios y rincones, pasillos y enfermerías, salen llamadas para continuar acciones delictivas desde la reclusión momentánea, circunstancial, por algún fallo en la entrega de la coima.
La caridad penal es enternecedora cuando ocurre desde afuera. Cuando la piedad fementida incide en el ejercicio de la acción pública y en el cumplimiento de la pena, tiene otro nombre.
Repetir cuan “malo” es Adriano Román es mantra, catarsis colectiva. Es un recurso válido, pero la realidad es tan cruel como su conducta. Su sadismo devela. Él representa el fracaso y la complicidad de un sistema, el miedo y el engaño. La ficción de una reforma ineficaz.