Teorías impuras y derechos sociales fundamentales

Teorías impuras y derechos sociales fundamentales

No hay teorías jurídicas neutrales ni juristas insípidos, inodoros e incoloros. Toda teoría jurídica es, si se quiere y para utilizar el concepto de Diego Lopez Medina expuesto en su obra “Teoría impura del Derecho: la transformación de la cultura jurídica latinoamericana”, una “teoría impura”, no solo y no tanto en el sentido expuesto por el jurista colombiano de que las teorías jurídicas que informan a los Derechos nacionales son corrientes trasnacionales, transmitidas desde sitios de producción (por ej., Estados Unidos) a sitios de recepción (por ej., América Latina) y que se transforman en donde son recibidas, sino, más bien y sobre todo, significando, como ya han advertido Alberto Bovino y Christian Courtis, que “detrás de toda solución normativa existe una opción valorativa”.

Afirmar lo anterior no implica suscribir un nihilismo y un pesimismo metodológicos como los postulados por la escuela de Duncan Kennedy, en donde toda decisión jurídica resultaría correcta pues no importarían los fundamentos normativos de la misma sino la ideología política de quien decide. No. Lo que se afirma es, por un lado, que un caso problemático puede recibir soluciones alternativas conforme los valores que subyacen tras las normas y que sustentan quienes las interpretan y, por otro lado, que el jurista no puede ser indiferente a las consecuencias sociales de las decisiones jurídicas y sus interpretaciones, es decir, a quienes ganan y quienes pierden con dichas decisiones y la hermenéutica que las sustenta. Así -contrario a lo que se infiere de la más conservadora jurisprudencia procesal constitucional de nuestro Tribunal Constitucional, que presenta sus soluciones de inadmisibilidad como destino manifiesto, ineludible e indefectible y no como lo que realmente son, el resultado predecible de optar voluntariamente por el valor procesal más restrictivo de los derechos-, cuando se trasplanta desde el Derecho Procesal Civil el principio de que “el interés es la medida de la acción”, para injertarlo de contrabando en el Derecho Procesal Constitucional, tal inadecuado “préstamo jurídico” no solo es errado -a la luz de la ampliación de la legitimidad procesal activa en los procesos constitucionales producida por la reforma constitucional de 2010 y la nueva legislación procesal constitucional-, sino que, además y fundamentalmente, acarrea la consecuencia de impedir el acceso a la justicia constitucional de quienes no son propietarios ni burgueses, o sea, de los pobres, los débiles, los marginados, los discriminados y los excluidos.

Lo mismo ocurre con la conceptuación jurídica de los derechos sociales. La dogmática constitucional liberal-clásica-conservadora, inspirada en Carl Schmitt, ha considerado que estos derechos no son directamente operativos pues, al no tratarse de obligaciones negativas del Estado como ocurre con los derechos civiles y políticos, implican obligaciones positivas a cargo del Estado, que sólo pueden cumplirse si el Estado dispone de recursos materiales suficientes. No serían derechos propiamente hablando sino simples aspiraciones de la comunidad, normas programáticas, declaraciones de buenas intenciones, de compromiso político, con una eficacia ético-política meramente directiva y que no son, por tanto, directamente aplicables ni judicialmente exigibles.

Paradójicamente, intelectuales de izquierda –quizás todavía seducidos por el desprecio del marxismo hacia las “libertades formales” y su consideración del ordenamiento jurídico como mera “superestructura” que tan solo representa los intereses de la “clase dominante” y en donde “los derechos fundamentales y su existencia dependen del capricho del legislador estatal y no tienen otra fuente o principio que el de la ‘legalidad socialista’, del que son una concesión graciable” (Emilio Serrano Villafañe)- asumen esta percepción devaluada y conservadora de los derechos sociales. Niegan así no solo el carácter operativo a los derechos sociales sino también la necesidad de constitucionalizarlos, todo ello sobre la base de que el terreno de la realización de los programas socio-económicos es el de la legislación y la Administración y de que no se deben congelar con rango constitucional los principios de la justicia social y la vía concreta para su realización práctica.

Lo cierto es que, como lo han demostrado Holmes y Sunstein, todos los derechos –inclusive los individuales y no solo los sociales- cuestan. Si alguien lo duda que observe cuántos recursos invierte el Estado para garantizar el más clásico y liberal de los derechos -la propiedad – a través de registros mercantiles y de títulos, tribunales que resuelven las controversias que involucran a propietarios, servicios de catastro, etc. En consecuencia, contraponer los derechos de libertad del constitucionalismo clásico liberal a los derechos sociales del constitucionalismo social, para considerar derechos fundamentales solo a los primeros y para relegar los segundos al rincón de las simples expectativas, no responde a una visión integral de los derechos fundamentales. Hoy todos los derechos deben ser conceptuados socialmente: el mejor ejemplo de ello es la propiedad que, como bien ha establecido nuestro Tribunal Constitucional, se interpreta en clave de su “función social”, es decir, no solo como derecho “de” sino también derecho “a” la propiedad. Más aún, el constitucionalismo, gracias a los aportes de la más reciente y mejor doctrina (Courtis, Abramovich, Arango, Ferrajoli, Gomes Canotilho, Sarlet), ha ido perfeccionando una serie de garantías de los derechos sociales (inconstitucionalidad por omisión, protección de los derechos sociales a través de la garantía de los derechos individuales, principio de razonabilidad, principio de no retroceso social, acceso a la información pública, presupuestos participativos, etc.), que permiten hablar ya de un “Derecho Constitucional de la lucha contra la pobreza” y de un “Derecho Constitucional de la efectividad” de los derechos sociales.

 

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