Terminé el concierto

Terminé el concierto

“Hay una alegría especial cuando se está terminando un concierto, sobre todo si es difícil y ya no puede pasar nada”. Eso, me dijo el martes, un día antes de su partida, como para darme a entender lo que sentía. Estaba feliz y listo para su viaje al más allá. Le habían dicho que estaría muy bien, y se sentía tranquilo, algo ansioso, deseando que llegara el momento lo más pronto posible. Era justo, pues últimamente los dolores por la artritis habían aumentado. Dios lo escuchó y lo dejó partir como había pedido, un infarto, dormido en su cama. La mejor muerte.
Se mira las manos, que hace unos días eran arrugadas, como las de una pintura de Durero que vio cuando era joven y que se le quedaron grabadas (quería tenerlas en algún momento, sentirlas, y hasta en eso fue complacido). “Es curioso, se me quitaron las manos de muerto” -dice. Es cierto, se ven mucho más tersas, pero ni así se me ocurre que se está despidiendo.
Sí. Jacinto Gimbernard Pellerano se ha ido. Se liberó de su cuerpo este miércoles 24 a eso de las 7:00 de la noche y yo, Miriam Veliz, escribo como despedida para quienes leían sus artículos.
Me toca, porque lo ayudaba en esas labores y porque fui quien más cerca estuve en estos últimos años. Pero de pronto no sé qué decirles. Leo lo que otros han escrito. Gente que lo conoció y lo trató de cerca. Hablan de su calidad como ser humano, de su trayectoria, de su amor por la patria… ¿qué puedo decir que no se repita? Por eso mis palabras van por otro lado. Fui privilegiada en muchas formas por su presencia y lo que importa ahora no es esta relación o los motivos de ella, sino darles algo simple sobre él que a lo mejor no sabían. Hay tanto que me cuesta escoger.
La presencia de lo inexplicable fue una constante en su vida. Quizá lo es en la de todos y no nos damos cuenta, pero en él fue asombrosa en cosas “ligeras” y en otras que no lo eran tanto. Por ejemplo, si necesitaba una información, en su salida hacia el programa de televisión, miraba el librero, escogía un libro y casi siempre encontraba lo que necesitaba en la página que abría, mientras uno desesperaba porque iba tarde… Y llegaba a tiempo. De las cosas inusuales no les cuento más porque son anécdotas más largas, algunas casi increíbles. Sí les digo: estaba seguro de la existencia de Dios, con quien mantenía una relación muy cercana y especial.
Autodidacta arriesgado, sin títulos ni ínfulas más que su deseo de dar, se metía en cualquier área en la que sintiera que tenía algo que decir, o aportar, se movía en diversos territorios, y creo que en todo salió bien, aunque nunca perfecto; decía “siempre me faltaba algo”, pero eso nunca lo detuvo porque, como decía su padre, “lo perfecto es enemigo de lo bueno”. Casi caigo en la tentación de hablar de su trayectoria. No. Prefiero contarles parte de nuestra conversación del martes, porque el miércoles en la mañana ya parecía estar entre dos mundos.
Ese día le pedí recuerdos felices… su momento favorito del día… -“¡El desayuno!”.
Me contó que le recordaba un desayuno muy agradable en Francia. Un error de la compañía aérea en que viajaba les llevó a él y su familia (Gracielita y los tres muchachos) a París y como fue culpa de la línea aérea, les alojaron en un hotel que hay frente a la Plaza de la Concordia. Desayunaron café con leche, tostadas, una mantequilla muy buena, mermelada de melocotón, huevos… Desde entonces ese es su desayuno favorito: huevos, pan tostado, café con leche (más bien leche con café). Luego viajaron en primera clase como parte de la compensación.
He compartido con él muchos desayunos así en la habitación-biblioteca en que finalmente se despidió tal como quería: tranquilo, durmiendo, en el ambiente familiar, con un infarto como pase de abordaje en otro avión, que invisible, seguro también lo lleva en primera clase.
A todos los amigos, hasta pronto. Gracias por su atención.
El concierto terminó.

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