Toulouse-Lautrec en el Museo de Bellas Artes de Boston

Toulouse-Lautrec en el Museo de Bellas Artes de Boston

El Museo de Bellas Artes de Boston brinda este año dos exposiciones temporales muy interesantes para el público hispanoamericano: Frida Kahlo y las artes populares de México y Toulouse-Lautrec y los cantantes de París. De la primera muestra no hubo libro, aunque sí uno voluminoso sobre el mismo tema; y el de la segunda exposición, que comento para los lectores de esta columna, lleva por título en inglés Toulouse-Lautrec and the Stars of Paris, de la autoría de Helen Burnham, publicado para acompañar la muestra de los imponentes carteles abierta el 7 de atbril y cuya clausura será el 4 de agosto próximo. Dicho libro, en colaboración con Mary Weaver Chapin y Joanna Wender, trae ensayos sobre diversos aspectos de la vida y obra de los exponentes del cancionero de la belle époque.
¿Por qué elegí comentar esta muestra y no la de Frida Kahlo? Porque la de Frida no tenía catálogo. Un fallo del MBA. Había muchas obras en la librería del Museo sobre la genial artista mexicana, pero constaté que en el libro general no estaban todas las obras exhibidas en la exposición y no me arriesgo a comentar lo visto si no existe el soporte documental. Vi, eso sí, en la muestra de Frida, una pintura con la figuración de una niña regordeta con una muñeca en las manos cuya volumetría, me pareció, anunciar el arte del colombiano Botero
La muestra de Toulouse-Lautrec no tuve que verla. La vi casi completa en el Louvre varias veces. Y me llueven los recuerdos: cuando llegué a Besanzón en el otoño de 1969, no había bar o cafetería que no exhibiera en formato original los carteles del genial ilustrador y pintor de las fiestas galantes de la belle époque. Pero el cartel icónico que colgaba en las residencias de la clase intelectual era el del cantante Arístides Bruant, el que trae la portada del libro que comento. O a veces era el de la Goulue el huésped de honor.
El resto de los cantantes de aquella bohemia que desapareció luego de la Segunda Guerra Mundial y que inmortalizó Charles Aznavour, lleno de nostalgia, fueron la Goulue (la Golosa, primer cartel emblemático del artista), Jane Avril, Ivette Guilbert, Marcelle Lender, May Belfort y Loïe Fuller, quienes se movieron, alternativamente, en el los café-conciertos, cabarés, bares y salas de espectáculos como el Molino Rojo, Follies Bergères, El Gato Negro, el Mirliton y Los Embajadores. Tanto de Toulouse-Laurec como de los intérpretes mencionados hay en el libro de Burnham y sus colaboradoras abundantes datos biográficos y referencias de las obras emblemáticas del pintor, de las cantantes y los cantantes que marcaron con su voz y su actuación en escena las noches locas y bohemias del París de la belle époque. Los autores norteamericanos tienen manía por el detalle y la documentación. A cada afirmación, su prueba documental. Adictos a la verdad, todavía no han descubierto que sus discursos son discursos, abiertos a lo múltiple y contradictorio, simples puntos de vista o perspectivas de sujetos para sujetos.
De todos estos espacios del viejo barrio de Montmartre solo subsiste El Molino Rojo (fundado en 1849), con 170 años a cuestas. Allí he estado una sola vez en mi vida. En 2001, si no me falla la memoria.
Se une a estos recuerdos de la vida estudiantil, turística o profesional una reminiscencia reciente: mi asistencia a una charla sobre Toulouse-Lautrec y los representantes conspicuos de la belle époque, impartida por Gamal Michelén, amigo apreciado desde la época cuando trabajamos en la Secretaría de Estado Cultura, él como subsecretario y yo como director general de la Biblioteca Nacional.
Antes de llegar a Boston con motivo de la graduación de mi hijo José Carlos en el MIT, Ramonina y yo le solicitamos que nos reservara boletos para el Museo, pero no sabíamos que encontraríamos las dos exposiciones de Toulouse-Lautrec y Frida Kahlo. De ella había visto, en distintos viajes a la capital azteca, lo que brinda el Museo de Bellas Artes. No he visitado, por diferentes motivos, la casa-museo de Coyoacán. Tarea pendiente.
La importancia de Toulouse-Lautrec radica en que está en la base de la pintura moderna que se desarrollará con el cubismo, el surrealismo y otros movimientos artísticos estudiados por Apollinaire y, fundamentalmente los que han recuperado el legado de la maestría del dibujo del genial cartelista de la vida cotidiana francesa de aquellos años, quince en total, vividos intensamente y con buceo en la intimidad parisiense. Recuérdese la relación indisoluble entre arte popular, burguesía y prostitución. Muy francés todo eso. Y ni tanto. En todas las culturas industriales se dio, o se da, ese fenómeno.
Y en su charla, Gamal señalaba con justicia la influencia de Toulouse-Lautrec en el cartelismo del checo Mucha, la escuela de Viena que tuvo grandes exponentes cuyas obras adornan la ciudad del Rin y, en general, el artista francés influyó en todos los ilustradores posteriores de los asuntos cotidianos. Pero sobre todo el cartelismo internacional relativo a la presentación de espectáculos de artistas populares, e incluso operáticos. Esa influencia se rastrea fácilmente en los ilustradores de revistas y libros consagrados al arte popular. Pero también es rastreable en los pintores modernos como Picasso y otros. Es como dice Chapin, la prologuista del libro: Toulouse-Lautrec fue el artista indicado en el momento adecuado: aquel espacio donde la industria de la litografía y la impresión le abrió las puertas a una dimensión desconocida hasta entonces por los artistas del caballete.
La obra Toulouse-Lautrec and the Stars of Paris contiene ilustraciones a todo color, fotos emblemáticas del cartelista y de algunos de los intérpretes. Es buena obra de divulgación para conocer los entretelones de un momento específico del cancionero francés de la belle époque, pero también para saber cuáles fueron los antecedentes histórico-artísticos y políticos de aquella aventura del arte popular.

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