Los medios de comunicación influyen decisivamente en el mundo de hoy. Ponen de moda unas cosas y “destierran” otras. Universalizan palabras extrañas como “intifada”, “yihad”, “talibán”. El vocablo “misión” ha tenido un significado especial a partir de la serie televisiva “Misión imposible”. El programa norteamericano de exploración del espacio envió a los astronautas Armstrong, Aldrin y Collins a una “misión en la luna”. Antiguamente los monjes de la Iglesia cristiana se referían a “la misión del hombre en la tierra”. Se dice que todos vivimos con la cabeza en la luna y los pies en la tierra. Soñando con “misiones”, algunas veces imposibles de cumplir.
En cierta época de mi vida soñé con ser un reportero itinerante que redactara “informes” acerca de la vida en distintos lugares del mundo. Suponía que la misión básica de mi trabajo como escritor y periodista sería: “dar cuenta de lo que ocurre en la tierra”. El problema mayor, desde luego, era el financiamiento de los viajes. ¿A quiénes interesarían tales reportajes? ¿Cómo estar seguro de que podría realizarlos en forma atractiva para que fueran “vendibles” y rentables. Mucho después descubrí que los temas que despertaban mi curiosidad no interesaban a los demás con la misma intensidad. Ninguna institución –periodística o dedicada a otros menesteres– estaría dispuesta a promover escritos nebulosos sólo existentes en la mente del escritor.
En Nueva York, en Praga, Madrid o Barcelona, existen mil cosas –gentes, edificios, espectáculos, comidas, barrios, tradiciones– que merecen comentarios, descripciones y, en algunos casos, inmersiones profundas de historia o “humanidades”. Lamentablemente, el virtuosismo de un violinista callejero no tiene el mismo valor noticioso que un motín frente al Parlamento. Pero podría alcanzar gran “tensión literaria” o expresividad. Al escritor puede llamarle la atención un reloj antiguo, el campanario de una iglesia barroca, la capilla del “Santo Niño de Praga”.
Una parte de estos sueños descabellados –con sentido misional cuasi religioso–, he podido costearlos con dinero de mi propio bolsillo. Lo cual me ha librado de la frustración absoluta ante dos profesiones encontradas: la de periodista y la de escritor, ambas mal remuneradas en las Antillas. “Misiones” que no son militares ni científicas –financiadas por el Estado– resultan siempre de difícil cumplimiento.