Una obra de altos vuelos

Una obra de altos vuelos

Lo que nosotros llamamos teatro es un iceberg con una pequeña punta visible: los teatros célebres, las grandes instituciones, los nombres conocidos. Debajo existe una enorme masa, sumergida y sin embargo viva, que cruje y se agita, que se mueve, que incluso hace posible que la punta se desplace”. Eugenio Barba.

El dramaturgo y director Radhamés Polanco, transgresor como el que más, con su obra “Por los caminos del hambre acontecen palomas”, título sugestivo y un tanto surrealista, convoca al espectador a participar del ritual desarrollado en el mágico espacio escénico que se desborda, y haciéndolo cómplice, descubrir esa “masa sumergida” más allá de los límites de la razón.

El teatro de Radhamés Polanco no es mero entretenimiento banal. Hay una inquietud en él, que nos lleva a la reflexión, a una catarsis colectiva provocada por la imaginación y la ilusión escénica. El personaje central de este “monólogo compartido”, es un lobo que abandona sus estepas depredadas y se convierte en “humano”, la referencia kafkiana es inevitable, pero contrariamente, aquí la bestia se humaniza. Sin embargo, el lobo llega a otra selva: la gran ciudad, Santo Domingo, y específicamente la zona de Gazcue, donde habita en un mínimo lugar. La cercanía con el Palacio de Bellas Artes ejerce en él una gran fascinación, por el neoclasicismo de su arquitectura, la riqueza de sus famosos murales, evoca entonces y reverencia a Ramírez Conde “Condecito”.

Atrapado por aquel lugar, decide trabajar allí como acomodador y descubre un mundo real, pero no imaginado. En una estancia sombría, -cámara negra- con pocos elementos escenográficos, -una escalera- a manera de “teatro pobre” que nos remite a Grotowski, transcurre la acción, pero este vacío se ve colmado por la intensidad de la actuación de Fausto Rojas –el lobo- logrando establecer la relación actor-espectador, a lo que contribuye además su elocuente lenguaje corporal y gestual.

Otro elemento a destacar en su actuación es el manejo de las transiciones –hombre, lobo–. La sobriedad de la escena se ve de repente iluminada por un haz de luz; atravesando un estrecho puente que la lleva hasta la escalera, aparece un personaje, símbolo arbitrariamente escogido en su pluralidad: Flaca, la paloma, la bailarina, anhelo, espiritualidad y víctima. La estética de este momento es formidable, la creatividad de José Miura se manifiesta, y la bella paloma con paso sinuoso y movimiento de cabeza espasmódico y continuo, despliega sus alas.

El lobo se deslumbra, ¿Qué significa realmente para él la tierna paloma? Al bajar, el ave se convierte en bailarina, la plasticidad de su efímera danza y la bella figura de Karolina Becker, proporcionan un verdadero deleite visual.

El lobo se debate entre una y mil cavilaciones, evoca a Shakespeare, un referente más al teatro, que lo atrapa. Un tercer personaje farsesco que aparece intermitente, interpretado con gracia por Luvil González, es “La Furufa” un espécimen común –vendedora de caricias- de su nuevo hábitat. Desprecio le produce al lobo, mientras en un arrebato de rechazo a sus insinuaciones, se escucha la bellísima aria de Rigoletto “La donna é mobile” –La mujer es mudable como la pluma al viento–.

La representación mantiene un ritmo sostenido no obstante el extenso texto, el dramaturgo y director sabe escoger momentos para lograr varios clímax de gran intensidad, contribuyendo a los mismos la iluminación oportuna de Julio Núñez, así como por la selección de exquisitas melodías clásicas. Finalmente, el lobo solitario vuelve a su origen, la bestia se complace en su víctima, y la escena se nubla de plumas blancas.

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